El Tratado De novo subchismate y su colofón, De Concilio Generali, escrito por Benedicto XIII para defender su pontificia legitimidad frente al conciliábulo de Pisa (1409), fue refutado por Guillermo de Ortolán, obispo de Rodez, con otro escrito intitulado: Impugnatio procedentis Tractatus, íncipit Quia Nonnulli, edita per dominum Guillermum Ortalani, episcopum Ruterensem (Impugnación del Tratado precedente que empieza “Quia nonnulli” escrita por el señor Guillermo Ortolani, obispo Ruterense), conocido más bien por su inicio: Licet tractatus iste (Aunque este tratado), según la costumbre medieval. Se trata, en efecto, de una grave objeción al Tratado De Novo Subchismate de Benedicto XIII contra el cual, tanto al tratado como a su autor, el obispo de Rodez hace un duro alegato, a pesar de reconocer que el papa Luna es un hombre literato, sutil e ingenioso… Sin embargo, en esta ardua materia del cisma en la que Benedicto XIII argumenta sobre la sucesión de Gregorio XI (1378), defendiendo la elección de Clemente VII, debe ser acusado -según Guillermo de Ortolán- de buscar solamente lo suyo y no las cosas de Jesucristo, recordándole con el apóstol Pablo que, si intenta agradar a los hombres, deja de servir a Cristo (Gal 1,10). Al exponer, en efecto, la división nacida en la Iglesia tras la muerte de Gregorio XI, declara Benedicto XIII que la causa de la justicia está a favor de Clemente VII y no de Urbano VI, por lo que también es injustificado todo el proceso del conciliábulo de Pisa. A lo cual responderá el obispo de Rodez que esta vía de justicia -la del papa Luna- se convierte en una explicación tan difícil, intrincada y envuelta con un nudo indisoluble -las circunstancias de la tormentosa elección-, que la mente humana no puede concebir ni lengua alguna expresar.
Desde el inicio del cisma, han existido en las dos partes -la aviñonesa y la romana- famosos doctores que, con facilidad, han justificado las razones jurídicas de su parte, creando con sus opiniones tal cantidad de combustible para la discordia de reyes, príncipes y pueblos que ya no es posible retroceder o retrotraerse de sus sentencias, tan contrarias. Ahora bien -sostendrá el obispo de Rodez-, al ser imposible estar de acuerdo en el hecho probatorio de la verdad, máxime cuando son pocas las personas que pueden testificar ya sobre el acontecimiento de la elección de Urbano VI (la mayoría han muerto), amén de que la verdad del hecho depende de la conciencia de los electores, surge como única salida la “vía de la cesión”: Cuando en dos elecciones las cosas son iguales –manifiesta Guillermo de Ortolán-, deben darse por anuladas para que pueda ser elegido un tercero, según opinión de muchos literatos y personas devotas. Cediendo su derecho cada uno de los contendientes, hubiese nacido la concordia entre las partes y con ella la necesaria paz para alcanzar la unión de la Iglesia.
Si a la muerte de Urbano VI o sucesores como también en la de Clemente VII, sus respectivos cardenales hubiesen cumplido su juramento de seguir la vía de la cesión para conseguir la paz de la Iglesia, se habría alcanzado ya la deseada unidad.
De la misma manera -según el obispo de Rodez-, de los contendientes actuales (Benedicto XIII y Gregorio XII) tan sólo podemos constatar los impedimentos que voluntariamente cada uno ha puesto para no cumplir su promesa, a pesar de haber prometido y jurado su eventual cesión para conseguir la unidad. Bien se puede, por tanto, reprochar a Benedicto XIII que no se reuniera con el Papa romano e incluso que no haga caso a su mismo Concilio de Perpiñán, que le recomendó también la renuncia. En caso de negativa, la Iglesia -sentencia Guillermo de Ortolán- puede obligar a ambos pontífices a cumplir su promesa de cesión a fin de lograr la unión, como lo hizo en Pisa. A este respecto, además, declara el obispo de Rodez que tal concilio contó con mayor asistencia de procuradores y representantes, tanto de comunidades, de lugares y de municipios que otros concilios generales, siendo todo lo ordenado y dispuesto conforme a la fe católica y al régimen universal de la Iglesia. Y si dijesen que no es concilio general porque muchos no quisieron asistir o no lo aprueban, basta responder que por ausencias o disensiones no se deja de ser Concilio General, cuanto más que en él se buscaron cosas útiles para toda la cristiandad, al no permitir que ciertas personas malignas y herejes, favorezcan el cisma e impidan la unión de la Santa Madre Iglesia, lo cual no debe tolerarse. ¿Podrán entonces los cardenales reunidos en Pisa elegir, según Derecho, un nuevo papa? La respuesta, a juicio del obispo de Rodez, es positiva puesto que los cardenales de uno y otro colegio pueden y deben considerarse católicos, no herejes o cismáticos, pues cada parte de dicha división siempre ha creído ser la Iglesia católica y tenerla consigo.
Y de esta manera, aunque con lenguaje bastante retórico, Guillermo de Ortolán contesta todo el tratado del papa Luna, si bien perdiéndose en excesivas disquisiciones al intentar seguir la pauta de sus cuatro partes. Rechazando generalmente su argumentación o matizando alguna vez su sentido, logra casi siempre formular respuestas contrarias a la opinión o doctrina propuesta por Benedicto XIII. Y de todo ello el obispo de Rodez se siente satisfecho, no solamente como persona, sino también como teólogo y obispo, al cumplir -según él- con la obligación de defender la nueva situación de la Iglesia, surgida en el concilio de Pisa y regida por el Papa Alejandro V.
Pietro Philarghi, Alejandro V
Con el Tratado Inter distraccionum molestias (Entre las molestias de las distracciones) responderá Benedicto XIII a la impugnación del obispo de Rodez, incluyendo textualmente parte de ella, por lo que abarca 72 folios del manuscrito latino. Su composición es obviamente posterior al Concilio de Pisa y también a la elección de Juan XXIII, pues lo cita varias veces, pero anterior a la convocatoria del Concilio de Constanza; quizá, por tanto, lo escribió desde finales del año 1410 en adelante. Con citas generales de sus otros tratados, se refiere especialmente al impugnado Quia nonnulli, aludiendo a sus partes para contestar a las falsedades del Licet Tractatus iste, llamado libelo por el papa Luna: Recientemente ha llegado a mis manos una especie de libelo… el cual libelo se dice que ha sido fabricado por no sé qué solemne doctor y prelado del reino de Francia.
La acostumbrada profesión de fe de Benedicto XIII al comenzar sus escritos presenta aquí esta redacción: Como siempre reitero que siempre he sostenido aquella fe: en todo y por todo tengo la fe que tiene y enseña la Sacrosanta Católica Madre Iglesia; y todo lo que condena y reprueba, lo tengo por condenado y reprobado y así siempre me esfuerzo en sostener y mantener su doctrina siguiéndola en todo y por todo; a la cual someto estos y los demás escritos míos publicados, pretéritos, presentes y futuros.
Ciertamente, es de destacar tanto en esta como en las demás profesiones de fe que hemos ido viendo, que el papa (en este caso, Benedicto XIII) y los verdaderos concilios -convocados y presididos por el pontífice legítimo- se consideran como custodios fieles de la fe de la Iglesia; pero en absoluto como sus dueños. Aspecto éste que puede quedar un tanto desdibujado en los más recientes concilios en los que, como si de un negocio democrático se tratara, se abren y se negocian cuestiones que de ningún modo pueden estar sujetas al juego de las votaciones. Es muy digno de destacar este aspecto, puesto que en el actual ordenamiento político -y a veces hasta en el eclesial- se considera que es la democracia (al fin y al cabo, el recuento de votos) lo que da legitimidad a cualquier acción o decisión, sin atender para nada al valor objetivo de las cosas (que, en tiempos del cisma, lo ponía Dios). Pues no, para Benedicto XIII y para todo el mundo entonces, los votos no estaban por encima del bien y del mal, porque la ley de Dios era sagrada e inamovible. No había votación que pudiera alterarla.
Precisamente por eso con este tratado respondió el papa Benedicto a la audacia del Obispo de Rodez expresando así su disgusto: “Entre las molestias de los desacuerdos (Inter distraccionum molestias) en los que asiduamente me hallo implicado, ha llegado a mis manos cierto Libelo, que por el tema propuesto exige ser comentado con diligente estudio y atenta consideración. Ya desde sus primeras líneas pude constatar que se trata de una impugnación del Tratado contra el conciliábulo de Pisa que compuse hace ya un año. Tal Libelo, fabricado por un tal doctor y prelado del Reino de Francia con el título Licet Tractatus iste, carece de dirección, pues todo mi Tratado lo resume en un epílogo y en una proposición general de duda que, según su testimonio, abarca toda la materia de mi Tratado, no obstante omitir, conscientemente, por negligencia del escritor, o porque no gustan a mis adversarios, varias conclusiones principales. Mas, ante la grave confusión que con tal Libelo pueden experimentar los fieles con respecto al tema del doloroso cisma, intentaré examinarlo siquiera brevemente, para responder a sus principales objeciones contra mi Tratado, según Dios me conceda y mis enojosas ocupaciones lo permitan (Sicut mihi Deus concesserit infesteque distracciones permiserint). Y, aunque no impulsado, como es frecuente en los juicios humanos, por temor, premio, amor u odio, puesto que mientras descansaba me he visto invadido por el enemigo, que con sus insultos me provoca a la lucha, debo con permiso del Derecho aprestarme a mi propia defensa. Para lo cual, ante todo, hago profesión de mi fe católica reteniendo todo lo que la sacrosanta Madre la Iglesia Católica tiene y enseña y reprobando lo que ella reprueba y condena, a la vez que sometiendo todas mis palabras y escritos, pasados, presentes y futuros, al verdadero sentir católico. Además, si en la defensa de la verdad y la justicia, al refutar sus errores, lo hiciese con poca reverencia (minus reverenter), no me sea imputado a soberbia o rencor, sino al celo por defender la fe, cuyo oprobio no debe consentirse, aunque dentro de ciertos límites, pero siempre con el objetivo de que la verdad ofendida sea defendida del ímpetu del enemigo y con la frámea del derecho, su falsedad se vea obligada a retroceder.”
Palacio apostólico de Aviñón
Molesto desde el principio por la acusación formulada por el libelo del obispo, de que Benedicto XIII busca complacer a los hombres y no a Cristo, el papa Luna reprocha a su autor ser un farsante en busca de benevolencia de sus lectores pervirtiendo el conocimiento del Derecho con falsos sofismas a lo largo de toda su obra. Asimismo, al presentar algunos momentos históricos del pontificado, acusa de taimados a algunos cardenales: en primer lugar, a los que montaron en Aviñón el largo asedio del palacio apostólico (ipsum fere quinquenium detinendo; reteniéndole casi un quinquenio) y los que después, de modo renuente, le acompañan en los viajes a Génova y Savona para, finalmente, abandonarlo y reunirse en Pisa con los cardenales cismáticos. Tras lo cual, siguiendo las divisiones, párrafos y cláusulas del libelo, el papa Luna rechaza sus falsedades, si bien centrando la refutación principal sobre el conciliábulo de Pisa, el cual, deponiendo a Benedicto y Gregorio, elige a Alejandro, cuando los allí reunidos son cismáticos y no existe la condición de sede vacante; consiguiendo, por tanto, no la unión y paz, sino un gran perjuicio para la Iglesia.
“En efecto -se pregunta Benedicto XIII-, ¿cómo sin caer en contradicción una parte de la Iglesia, que se cree la verdadera, puede juntarse con la otra considerada cismática y no siendo posible la convivencia entre ellos (convivio inter eos non fuit possibilis) llegan a convocar un concilio en Pisa cuando, según Derecho (absque Pape auctoritate non posse Concilium Generale celebrari), sin la autoridad del pontífice no se puede celebrar un Concilio General? Es más, ¿cómo puede afirmarse que los cardenales con todo derecho pueden sustraerse a la obediencia del papa y otorgarse atribuciones para citarlo y, aún sin comparecer, declararlo hereje, deponerlo y elegir un nuevo pontífice? La verdad es que tales cardenales por su rebeldía dejan de ser católicos y al actuar como cismáticos no pueden formar verdadero colegio cardenalicio de la Iglesia Romana, de donde se infiere que, según el derecho, la reunión de Pisa ha sido un conciliábulo y, por tanto, nulo y condenable, a la vez que la elección de Alejandro V (Petrus de Candía) y de Juan XXIII (Baltasar Coxa) es inválida, debiendo consecuentemente considerarse intruso”.
Concilio de Pisa
El conciliábulo de Pisa -afirmará el mismo papa Luna- no fue para unir, sino para turbar a la Iglesia, congregado ilícitamente por quienes no podían hacerlo; de ahí que fue de iure nulo, írrito (totalmente fuera de norma, de rito) y condenado… Los pretendidos cardenales no pudieron formar un verdadero colegio de cardenales de la Iglesia Romana. Conviene concluir que los susodichos no fueron entonces cardenales católicos… sino rebeldes cismáticos… La conclusión es pues que Pedro de Candía y Baltasar Coxa no fueron Romanos Pontífices a causa del defecto de elección de un solo verdadero Colegio (cardenalicio)… por consiguiente intrusos… Entonces, cuando eligieron o más bien empotraron a Alejandro y a Juan, la Sede Apostólica no estaba vacante.
Y cuando, a instancias del emperador Segismundo, convocó Juan XXIII un concilio en Constanza (1414), Benedicto XIII no se dignó ya refutarlo directamente como hizo con el de Pisa. No hacía falta. Sólo el papa legítimo puede convocar un concilio, y ni Alejandro V ni su sucesor Juan XXIII podían serlo. Había quedado suficientemente demostrado. El concilio de Constanza tenía finalmente tanta legitimidad como el conciliábulo de Pisa. Sólo agarrándose a un clavo ardiendo, la historia eclesiástica ha intentado refrendar como la única solución, y además “de emergencia”, el desaguisado jurídico descomunal de un concilio -el de Constanza-, que señaló el fin del Cisma de Occidente, a costa maldecir la memoria del papa Luna, tachándolo de aquello que nunca fue. El decreto de Constanza convirtió en perseguidor de pobres indigentes, perturbador de la Iglesia y de la humanidad entera, cismático y perjuro, étnico y publicano, hereje notorio e incorregible, excluido de la Iglesia como rama seca, a un hombre íntegro que, fiel a su conciencia, veló en todo momento por la pureza de la doctrina católica, la dignidad del pontificado y la independencia de la Iglesia frente toda injerencia de los príncipes temporales.
Sólo el supremo Juicio de Dios, que no el del concilio de Constanza, habrá puesto a cada cual en el lugar que le corresponde.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro. www.sacerdotesporlavida.info
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