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Prólogo a “De Roma a Berlín. La protestantización de la Iglesia Católica” del P. Gabriel Calvo Zarraute, por Javier Barraycoa

He tenido el placer y el honor de prolograr un nuevo libro del P. Gabriel Calvo Zarraute, titulado “De Roma a Berlín. La protestantización de la Iglesia Católica”. Los que no conozcan al autor y sus obras y labor apostólica, se sorprenderán. El motivo del asombro ha de ser la contundencia, claridad, profundidad para analizar lo que está pasando en la Iglesia católica. Y aún más, demuestra inusitada valentía al señalar las causas y agentes de esta crisis. Sin más

Escribía Max Weber, en su clásico La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905), que el mundo protestante se había transformado tanto que apenas un calvinista del siglo XVI se reconocería en los calvinistas presentes. Por el contrario, afirmaba, cualquier católico de principios del siglo XX, fácilmente se identificaría en los ritos, moral y costumbres de los católicos de hace cuatro siglos. Esta premisa, ya en el siglo XXI, queda puesta en duda, al menos en su exterioridad formal, por las transformaciones vividas en los últimos 50 años en el seno de la Iglesia católica. La tan cacareada “primavera del Concilio”, ha dado paso a un invierno espiritual que sólo pueden negar los ciegos y los necios. Sin lugar a dudas, algo se ha quebrado en la Iglesia y en un deber de conciencia, para con el bien de las almas, analizar las causas y poner los remedios que estén en nuestras manos.

Este libro es un texto que va en esta radical línea. Y es un escrito contundente y valiente que Don Gabriel Calvo Zarraute somete a una previa: “En la Iglesia Católica el modernismo ha alcanzado un estadio de nihilismo teológico”. Ciertamente, aquel modernismo que San Pío X denunciara en la encíclica Pascendi (1907), ha eclosionado. Y el autor parece recoger el reto con que el Santo Padre iniciaba su encíclica: “Guardar silencio no es ya decoroso, si no queremos aparecer infieles al más sacrosanto de nuestros deberes, y si la bondad de que hasta aquí hemos hecho uso, con esperanza de enmienda, no ha de ser censurada ya como un olvido de nuestro ministerio. Lo que sobre todo exige de Nos que rompamos sin dilación el silencio es que hoy no es menester ya ir a buscar los fabricantes de errores entre los enemigos declarados: se ocultan, y ello es objeto de grandísimo dolor y angustia, en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más perjudiciales cuanto lo son menos declarados”. Este mandato es consolador, pues el propio Pontífice reconoce que los enemigos están dentro de la Iglesia y que hay que descubrirlos y denunciarlos.

Muchas veces un clericalismo mal entendido, esclerotizador al fin y al cabo, nos impide denunciar aquello que de deficiente hay en lo humano de la Iglesia de Cristo. Cuando voces católicas han querido denunciar los males, y malos, que nos aquejan, han sido criticados por “ir contra la Iglesia”. Nada más lejos de la realidad. Quizá es hora de recordar aquello sobre lo que enfatizaba y denunciaba San Juan en sus cartas: “Hijitos, es la última hora, y así como oísteis que el anticristo viene, también ahora han surgido muchos anticristos; por eso sabemos que es la última hora. Salieron de nosotros, pero en realidad no eran de nosotros” (I Juan, 2, 18-19); “Porque han invadido el mundo muchos seductores que no confiesan a Jesucristo manifestado en la carne. ¡Ellos son el Seductor y el Anticristo!” (II Juan 1, 7). Hoy en día, en una época de arrianismo latente sino explícito, en la que muchos hijos de la Iglesia ven a Cristo como un modelo moral y no reconocen en Él al Verbo Encarnado, estás palabras de San Juan son más actuales que nunca.

«No debe darnos miedo denunciar la política de acoso y derribo que el Diablo ha desatado contra el cuerpo místico de Cristo«

No debe darnos miedo denunciar la política de acoso y derribo que el Diablo ha desatado contra el cuerpo místico de Cristo. El mismísimo papa Pablo VI, leía el 29 de junio de 1972 una homilía con motivo de la celebración de la festividad de San Pedro y San Pablo: “…Diríamos que, por alguna rendija misteriosa el humo de Satanás entró en el templo de Dios. Hay duda, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación …Ya no se confía en la Iglesia. Se confía en el primer profeta pagano que vemos que nos habla en algún periódico, para correr detrás de él y preguntarle si tiene la fórmula para la vida verdadera. Entró, repito, la duda en nuestra conciencia. Y entró por las ventanas que debían estar abiertas a la luz … Se creía que, tras el Concilio, vendrían días soleados para la historia de la Iglesia. Vinieron, sin embargo, días de nubes, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre … Intentamos cavar abismos en lugar de taparlos … Hemos perdido los hábitos religiosos, hemos perdido muchas otras manifestaciones exteriores de la vida religiosa”.

Es triste comprobar que esta homilía, en la propia página web del Vaticano, ha quedado “mutilada”, para perder todo su profundo sentido de dolor y denuncia. En su lugar encontramos un resumen descontextualizado en italiano. Estas palabras del gran protagonista del Concilio Vaticano II, no deberían pasar desapercibidas. Muchas décadas después, en el año 2015, con motivo del Sínodo de la familia, el arzobispo de Astaná (Kazajistán), Tomash Peta, advirtió con contundencia y sorpresa a los demás padres sinodales, recordando las palabras de Pablo VI, que: “Durante el Sínodo del año pasado, `el humo de Satanás´ estaba tratando de entrar en el aula Pablo VI. Concretamente en la propuesta de admitir a la Sagrada Comunión a los que están divorciados y viven en las nuevas uniones civiles; la afirmación de que la cohabitación es una unión que puede tener en sí misma algunos valores; la defensa de la homosexualidad como algo que es supuestamente normal. Algunos padres sinodales […] han comenzado a presentar ideas que contradicen la tradición bimilenaria de la Iglesia, arraigada en la Palabra Eterna de Dios. Por desgracia, todavía se puede percibir el olor de este `humo infernal´ en algunos puntos del `Instrumentum Laboris´ y también en las intervenciones de algunos padres sinodales este año”. Son duras, pero clarificadoras las palabras de este sucesor de los Apóstoles.

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En la mencionada PascendiSan Pío X denuncia la reducción de Cristo a un mero “varón de privilegiadísima naturaleza” o de todas las confesiones religiosas a un “sentimiento religioso, que brota por vital inmanencia de los senos de la subconsciencia”. Estos principios del modernismo, hoy instalados en las mentes y almas de muchos creyentes con toda naturalidad, provocaron la santa ira del Papa: “¡venerables hermanos, no son los incrédulos sólo los que tan atrevidamente hablan así; católicos hay, más aún, muchos entre los sacerdotes, que claramente publican tales cosas y tales delirios presumen restaurar la Iglesia!”. Estas palabras son profundamente proféticas en estos momentos en los que se siguen insistiendo en la “primavera de la Iglesia”, en vez de constatar el “invierno” que se cierne sobre nosotros. Se acusará a este libro, y en consecuencia a este prólogo, de “pesimista”. Pero en los tiempos que vivimos, ser “pesimista” es el lo más honesto intelectualmente que se puede ser. Los mismos que suelen denostar a los que dicen verdades como puños con el epíteto de “pesimistas”, deberían incluir en su lista a León XIII.

“Vi demonios y oí sus crujidos, sus blasfemias, sus burlas. Oí la espeluznante voz de Satanás desafiando a Dios, diciendo que él podía destruir la Iglesia y llevar todo el mundo al infierno si se le daba suficiente tiempo y poder. Satanás pidió permiso a Dios de tener cien años para poder influenciar al mundo como nunca antes había podido hacerlo” (León XIII)

El 13 de octubre, el Papa León XIII acababa de celebrar la Santa Misa en su capilla privada. Según cuentan, de pronto se detuvo al pie del altar y quedo sumido en una visión. Su rostro manifestaba horror y fue palideciendo. Algunos dicen que se desmayó. De repente, se incorporó y se marchó a su estudio privado. Los que le siguieron preguntaron por su estado y les respondió: “¡Oh, que imágenes tan terribles se me han permitido ver y escuchar!”. Más tarde, dicen que contó a sus confidentes: “Vi demonios y oí sus crujidos, sus blasfemias, sus burlas. Oí la espeluznante voz de Satanás desafiando a Dios, diciendo que él podía destruir la Iglesia y llevar todo el mundo al infierno si se le daba suficiente tiempo y poder. Satanás pidió permiso a Dios de tener cien años para poder influenciar al mundo como nunca antes había podido hacerlo”.

Según otra versión, León XIII escuchó a Satanás pedir a Dios Padre más poder y tiempo para afligir y probar la fidelidad de su Iglesia. Y Dios se lo concedió. Vio entonces legiones de demonios que salieron del Infierno e invadieron toda la tierra durante un siglo. Comprendió el Papa la gran importancia que tendría en esa lucha San Miguel. El Santo Padre compuso la conocida oración a San Miguel Arcángel. Llamó al Secretario para la Congregación de Ritos. Le entregó una hoja de papel y le ordenó que la enviara a todos los obispos del mundo indicando que bajo mandato tenía que ser recitada después de cada Misa, la oración que había escrito.

No era la primera vez que un pontífice reclamaba la protección especial para tiempos en los que la Iglesia se veía perdida. El 1859, ante la inminente amenaza que se cernía sobre los Estados Pontificios, Pío IX prescribió que todos los sacerdotes en los Estados Pontificios rezaran de rodillas tras la misa, y juntamente con el pueblo, tres avemarías y una salve seguidas de una oración pidiendo la intercesión de los santos. Había que conjurar los peligros que amenazaban el poder temporal de la Iglesia por obra de los carbonarios. León XIII hizo extensivas esas oraciones, en 1884, para conseguir del gobierno alemán la derogación de las leyes del Kulturkampf. Tres años más tarde ordenó que estas preces, llamadas pianas, se rezaran por la conversión de los pecadores, modificando la oración que sigue a la Salve. También añadió la oración-exorcismo que había compuesto en honor a San Miguel Arcángel. Entonces. fueron llamadas las preces leoninas. En 1904, San Pío X añadió la triple invocación al Sagrado Corazón de Jesús. Finalmente, Pío XI estableció que las preces leoninas se ofrecieran por la conversión de Rusia.

Detectar el mal que acucia a la Iglesia es urgente y necesario, más aún, es deber de todo católico. Especialmente cuando, como se afirma en este libro: “El mundo occidental se encuentra ahogado en el sentimentalismo”

Es indudable que estos Papas fueron profundamente conscientes del peligro en el que se hallaba la Iglesia por los errores que la asaltaban y trataron de poner medios naturales y especialmente sobrenaturales. Y si se pusieron medios contra los males, sería absurdo negar o esconder ahora la existencia de esos males. Pero la historia de la Iglesia tiene sus misterios. Tras la última reforma litúrgica las preces leoninas se fueron abandonando. Y la tan eficaz oración-exorcismo de San Miguel tras la Santa Misa, dejó de ser la protección necesaria. No en vano hemos de recordar aquella profecía de San Alfonso María de Ligorio que tanto repetía por Dom Guéranger:  “…Por esto el demonio se esforzó siempre por suprimir la Misa del mundo, mediante los herejes, a quienes hizo precursores del Anticristo, que lo primero que procurará hacer y hará, será abolir el sacrificio del altar, en castigo de los pecados de los hombres, como profetizó Daniel (8, 11 ss.): `Y se ensoberbeció hasta contra el príncipe de la milicia, le quitó el sacrificio perpetuo y arruinó el lugar de su Santuario´”. No olvidemos que en esta batalla espiritual, León XIII compuso un exorcismo especial que se añadió al Ritual romano y que recomendaba a obispos y sacerdotes que lo rezaran a menudo como él hacía.

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Puede leer:  Las dos verdades de la parábola del buen samaritano

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Pero no creamos que el descalabro vivido tras el Concilio Vaticano II fue algo surgido de golpe y de la nada. Como hemos visto, San Pío X era consciente de que el modernismo ya estaba plenamente infiltrado en la Iglesia de principios del siglo XX. Contra esos católicos, muchos de ellos eclesiásticos, bramaba en la Pascendi: “¡ojalá gastaran menos empeño y solicitud! Pero es tanta su actividad, tan incansable su trabajo, que da verdadera tristeza ver cómo se consumen, con intención de arruinar la Iglesia, tantas fuerzas que, bien empleadas, hubieran podido serle de gran provecho”. Con motivo de detectar las conspiraciones modernistas, el sacerdote Umberto Benigni, subsecretario de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios con San Pío X, fundó la Liga de San Pío V en 1906. Esta era una red internacional compuesta por sacerdotes, religiosos y laicos que detectaban y alertaban a las congregaciones romanas de las actividades de los círculos modernistas y sus redes.

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La preocupación era grande en la Curia. El español Rafael Merry del Val (1865-1930), secretario de Estado de San Pío X, escribía en 1906 sobre el modernismo: “Está haciendo un daño incalculable, destruyendo la fe a derecha e izquierda, y no me sorprendería nada que, más pronto o más tarde, el Santo Padre deba denunciarla”. Como as´ñi hizo escribiendo la Pascendi. Pero pronto se bajó la guardia. José Jungmann, en su obra El sacrificio de la Misa, afirmaba algo sorprendente y triste: “…Con todo, recuerdo que Don Francisco Brehm, consejero eclesiástico de la editorial litúrgica Fr. Pustet (Ratisbona), recién vuelto de un viaje de Roma, nos contó hacia el año 1928, que en una sesión de la Sagrada Congregación de Ritos en que se trataba de derogar estas oraciones, y a la que él asistió, cuando ya todos estaban de acuerdo para suprimirlas, un anciano cardenal, cuyo nombre ya no recuerdo, se levantó para contar que el mismo León XIII le había dicho que la invocación de San Miguel la había añadido contra la amenaza de la francmasonería, movido a ello por una revelación sobrenatural”.

Se acusará a este libro, y en consecuencia a este prólogo, de “pesimista”. Pero en los tiempos que vivimos, ser “pesimista” es el lo más honesto intelectualmente que se puede ser.

Todas estas reflexiones y datos son expuestos para que el lector pueda adentrarse en la obra del P. Gabriel Calvo Zarraute con tranquilidad de espíritu. Detectar el mal que acucia a la Iglesia es urgente y necesario, más aún, es deber de todo católico. Especialmente cuando, como se afirma en este libro: “El mundo occidental se encuentra ahogado en el sentimentalismo”. Este sentimentalismo se vuelve letal cuando se combina con un determinismo sobre el progreso positivo de la humanidad y de la Iglesia. Por ello, el autor cita la advertencia que en su momento nos proponía Benedicto XVI: “la época moderna ha desarrollado la esperanza de la instauración de un mundo perfecto que parecía poder lograrse gracias a los conocimientos de la ciencia y a una política científicamente fundada. Así la esperanza bíblica del reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero `Reino de Dios´”.

Las esperanzas de la Iglesia no pueden ponerse en lo humano. Esto nos lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica en una clarividente descripción de la venida del Reino de Cristo, en sus puntos 675-677: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el «misterio de iniquidad» bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo […] La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección. El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal que hará descender desde el cielo a su Esposa. El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa.

El “fracaso” humano de la Iglesia, del que nos advierte el Catecismo, sólo es posible con la cooperación al mal de muchos y es parte de un insondable plan salvífico de Dios. Pero precisamente, como operan agentes libres y responsables en el mal, estos deben ser denunciados. El P. Calvo advierte, apoyándose en Santo Tomás, que: “La denuncia pública de los pecados exige una distinción, ya que los pecados pueden ser públicos u ocultos. Si son públicos, no hay que preocuparse solamente del remedio de quien pecó para que se haga mejor, sino también de todos aquellos que pudieran conocer la falta, para evitar que sufran escándalo. Por ello, este tipo de pecados debe ser recriminado públicamente”. Y en esto consiste esencialmente su trabajo: en una cruda e intensa revisión de los males de la Iglesia fruto de los errores que se han apoderado de su lado humano. E igualmente nos previene del “optimismo” como hiciera en su momento Bernanos: “El optimismo es una falsa esperanza para uso de cobardes y de imbéciles. La esperanza es una virtud, una determinación heroica del alma”.

Muy acertadamente, en un momento dado, el P. Gabriel Calvo pone el acento en el “Americanismo”, condenado por León XIII en Testem Benevolentiae (1889). El llamado americanismo era una actitud en muchos eclesiásticos según los cuales había que imitar el sistema americano de catolicismo. Ello se resumiría en el intento de llevar al catolicismo a una apertura a la modernidad bajo la forma democrática, donde se ocultaran los dogmas más incomprensibles, se diera preferencia de la acción sobre la contemplación y relativizaran los votos religiosos. El triunfo del americanismo ha sido lo que ha llevado a muchos eclesiásticos de todo rango a olvidar la doctrina de la Iglesia respecto a la democracia como una forma más de gobierno, pero no lo única moralmente válida. Así en el libro podemos leer una verdad que se quiere enterrar: “La secularización de Occidente y su disolución moral son fruto del concepto de libertad negativa ínsito en la democracia, y que lleva al nihilismo teorético y a la dictadura del relativismo moral”.

El americanismo sería consagrado por Maritain cuando escribió que la democracia era la única forma de gobierno donde el cristianismo se podría desarrollar plenamente. Este desiderátum, que evidentemente no se ha cumplido sino más bien lo contrario, se enlaza con un ecumenismo bajo la égida judaizante. Un americanista como Henry Bargy, en su obra La religión dans la societé aux Etats Unis, sentenciaba: “todas las Iglesias de los Estados Unidos, protestantes, católicas, judías e independientes, tienen algo de común. Son más vecinas entre sí que con su Iglesia madre de Europa; y la reunión de todas las religiones de América forma lo que puede llamarse la religión americana”. Este error, hoy en día se ha extendido a la consideración de la unión todas las religiones de todo el mundo, emprendiendo la apología de un falso ecumenismo que parece no tener fin ni respeto por ningún dogma o consideración del “extra ecclesiam nulla salus”. El P. Calvo, nos recupera en su texto una de las primeras obras del converso y futuro Cardenal Henry Newman, Anglican difficulties, que depara en el verdadero ecumenismo. Era el sentir de un converso con el que coincidía Chesterton: “No es capaz de entender la naturaleza de la Iglesia, o la nota sonara del Credo descendiendo de la Antigüedad, quien no se da cuenta de que el mundo entero estuvo prácticamente muerto en una ocasión a consecuencia de la mentalidad abierta y de la fraternidad de todas las religiones”.

La intención de este libro es el único y posible ecumenismo: la comunión en el cuerpo místico de Cristo y, como dice el autor, parafraseando a San Agustín: “la pertenencia a la Iglesia `según el cuerpo´ y `según el corazón´ se refiere a la pertenencia eclesial plena de la fe católica. Ésta consiste en la incorporación visible al Cuerpo Místico de Cristo (comunión en el Credo, los sacramentos y la jerarquía eclesiástica) así como en la unión del corazón, es decir, en el Espíritu Santo”. Y, cómo no, denunciar todo aquello o a quien lo quiera impedir. En definitiva, nadie podrá acusar al P. Calvo de ser un “perro mudo”, como aquellos guardianes del Pueblo de Dios que denunciaba Isaías: “Sus centinelas son ciegos, ninguno sabe nada. Todos son perros mudos que no pueden ladrar, soñadores acostados, amigos de dormir. Sus atalayas ciegos son, todos ellos ignorantes; todos son perros mudos que no pueden ladrar; somnolientos, echados, aman el dormir”. Antes bien, para nosotros es hora de despertar, como aquellas vírgenes prudentes cargadas de aceite, que al igual que las necias, se habían adormecido esperando la llegada del novio al banquete.

Javier Barraycoa

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Profesor universitario, sociólogo y politólogo. Escritor y articulista.

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