(Gaudium Press) ¿Qué es lo que está pasando en el mundo con el gran Charette? Por lo menos en Francia, es un auténtico boom con el mítico héroe de la Vendée, un entusiasmo que creemos no es del gusto del reino de las tinieblas, por tanto, muy bueno.
Ubiquémonos.
Nos hallamos al final del S. XVIII. Aún la meteórica carrera de Napoleón –que por lo menos un día tuvo el buen tino de elogiar las tácticas militares de Charette– no había iniciado su aceleración, cuando ya los mismos revolucionarios que guillotinaron a Luis XVI y María Antonieta en 1793 seguían en su empresa de poner un clero afín y sumiso, en perseguir a los sacerdotes que no se sometían, en intentar destruir la organización jerárquica de la Iglesia y obligarla a una estructura liberal, cosas que ya habían indignado a esa católica población del oeste de Francia de la región de la Vendée, gente que aún cantaba los cantos y conservaba vivo el recuerdo de San Luis María Grignion de Montfort, el gran santo mariano francés. La indignación del pueblo hacia el gobierno revolucionario de París venía fermentando por debajo, como la lava del volcán que camina a la erupción.
Pero el estopín de la revuelta –que no la única causa, meramente la mecha que encendió todo– fue cuando la Revolución decretó el alistamiento de nuevos 300.000 reclutas, el 23 de febrero de 1793, para con ellos regar con sangre fresca su ejército, sangre que luego sirviera de embajadora de falsos principios por todos los campos donde pisaran las huestes. Dos días antes la Revolución había decapitado, en buena medida por su molicie, al bonachón Luis Capeto rey de Francia.
La insurrección para esos campesinos, sinceramente católicos y firmemente monárquicos, se imponía: habían matado su rey, su reina con sus hijos estaba presa, perseguían a sus curas, y ahora querían robar a sus hijos… no había otra acción sino la reacción, de base muy popular, pues fueron generalizados los casos en los que los campesinos caminaron hasta las casas de los que serían sus líderes, para obligarlos a asumir el comando. Fue así con el muy joven marqués De La Rochejaquelein, fue así también el caso de Francisco Atanasio de Charette de la Contrie, más conocido como Charette.
Si la frase con la que La Rochejaquelein asumió ese nuevo encargo realista y católico se tornó legendaria e insigne, no lo fue menos la de Charette.
“¡Si yo avanzo seguidme! ¡Si retrocedo, matadme! ¡Si muero, vengadme!”, había dicho el joven marqués. “Juro no regresar aquí sino muerto o victorioso”; “Cumpliré un oficio que un marino conoce mal. Sin duda cometeré muchas faltas, inconscientemente. ¡Pero basta! Vamos con Dios. Haré lo mejor que pueda”, anunció Charette. [1]
Toda su vida había sido una mera preparación para ese momento. Quien sigue hasta ese punto el hilo de su existencia, no puede dejar de percibir que aún no había encontrado explicación para sí mismo.
Había entrado a la Escuela de Guardias de la Marina a la corta edad de 16 años, y en su carrera de oficial había recorrido buena parte de los mares que cubren la tierra. Participó de once campañas de guerra, en las que había resaltado su coraje y entrega. Pero aún en medio de esas aventuras, podría ser como un águila que no había hallado su nido en lo alto de las montañas, como aguas que se dispersaban porque no habían encontrado su cauce, como un perro vagabundo que no había hallado el amo a quien cuidar.
Después de andar por muchas aguas había Charette atracado en tierra, se había casado con una mujer rica mayor que él y llevaba una vida casi pequeño burguesa, que se percibe también lo agobiaba. Cuando el albatros baja a pelear los mendrugos de pan con las gaviotas, se ve más ridículo que ellas, se siente más fútil que ellas.
Pero Charette que estaba destinado al vuelo de las águilas y los albatros, sí emprendió ese vuelo, inició el camino para el cual había nacido, cuando un 14 de marzo de 1793 un enjambre de “campesinos armados de fusiles de caza, azadones, horquillas y bastones” invadieron el patio de su morada “llamándolo a grandes gritos: Monsieur el Caballero, Monsieur Charette”. Charette no tuvo que preguntarles para qué lo querían, lo intuía y tal vez sin saberlo lo ansiaba. En el fondo del alma una voz le decía que había llegado su hora. Por eso no dudó, juró y fue Charette.
Son muchos los historiadores que afirman que si desde el inicio de la insurrección de la Vendée se le hubiese dado a Charette el comando de todas las tropas, otra voz hubiera cantado en Francia, la cocarda tricolor hubiese tenido que sumergirse en los túneles del olvido para dar lugar una vez más a la cocarda blanca que había construido Francia. Lo prueban sus aciertos y sus victorias, hechas con unos hombres que no eran soldados, meros campesinos que quiso transformar en guerreros, pero que no dejaban en esencia de ser sencillos labradores de tierras y criadores de ganados.
Pero Charette estuvo a poco de destruir la obra de Dantón, de Marat y Robespierre. Fueron las victorias en Nantes, su participación en la batalla de Tiffauges, en Noirmoutier, en Clouzeaux, etc. Él verdaderamente tenía un ángel.
Charette era noble, de una nobleza menor que la de La Rochejaquelein, pero era noble; sin embargo su luz primordial no parecería ser hacer brillar las cualidades de la nobleza en la guerra. Charette era sinceramente católico, pero no era virtuoso como ese otro magnífico jefe vandeano, Cathelineau, el vendedor ambulante que la gente llegó a llamar el “ángel de Anjou” o el “santo de Anjou”. La luz de Charette era más bien un revivir del sumo coraje de los cruzados franceses, con las notas sí de panache, elegancia y donaire con que los siglos posteriores a las cruzadas adornaron la dulce y bella Francia. Pero su ángel era el de la guerra.
Charette, que tenía lo que hoy se llama un ‘carisma’ impresionante:
“En los combates era de una bravura incomparable, ‘insolente’ decían sus adversarios. Él se lanza con un tal fuego en lo más árduo de la batalla, que se diría que él busca la muerte o se creía invulnerable”, dice su biógrafo Gilbert Charette.
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“Era de una resistencia increíble a la fatiga, él no se cansaba nunca. ‘Todos sus oficiales sucesivamente cayeron enfermos y se retiraron para buscar reposo, escribía uno de ellos: él nunca lo tuvo que hacer”, salvo en una ocasión que cayó herido.
“Durante las marchas penosas, en el barro y bajo las lluvias heladas, el hace subir por turnos a los hombres los más fatigados sobre su caballo y camina a pie, sosteniendo alegres conversaciones para hacerles olvidar sus miserias”.
“En el acantonamiento, él viene a veces a repartir su comida y dormir en medio de ellos sobre un manojo de paja, envuelto en su manto. Si el teme que los centinelas, extenuados, no tengan una guardia vigilante, él va a realizarla con ellos”.
“¡Y cómo sabe él bien hablar a sus hombres! Sus arengas comienza siempre así: ‘Mis amigos’ o ‘mis camaradas’, pues este aristócrata, tan orgulloso con sus iguales y sus superiores, sabe ser familiar con estos humildes”.
“Un día de hambruna, viendo uno de ellos morder un pedazo de pan, él le coge la mitad diciendo: – ¡Eres muy osado al comer sin invitar a tu general! A otro, él le arranca su pipa, da algunas bocanadas, se la regresa: – ¡Puahh, ¡tú tabaco sí es malo! Ten, coge del mío, es mejor”.
“Constantemente lleva la mano a su bolsillo y, para dar algún dinero a los hombres que de él carecen, pide prestado a sus oficiales y a sus amazonas: – Colocad eso en mi crédito, les decía riendo, os lo devolveré a la primera ocasión”.
“Se le vio un día rasgar su camisa para aliviar las llagas de uno de sus heridos”.
No era Charette un hombre sombrío, por el contrario, muy alegre:
“ – Yo quiero que la alegría reine en el lugar donde estoy, acostumbraba a decir. Y ella ahí reinaba efectivamente, eran bailes y banquetes en los cuales los soldados tomaban parte. Él mismo es sobrio, los placeres de la mesa le son indiferentes. Él prefiere la danza”.
“Un día, su cocinero venía de colocar ante él un soberbio pavo dorado en su punto, y desprendiendo sus olores: – ¿Tienes iguales para todos?, pregunta él. – Oh, no mi general. – Bien, lléveselo a los heridos”, le responde.
Su bravura no era solo para emprenderla contra los enemigos, sino también para salvar a sus soldados:
“Y sus soldados lo han visto tan a menudo sacarlos de situaciones desesperadas, en las que parecía que todos deberían perecer, que le devotan una confianza ciega y son persuadidos que una expedición que él no condujese personalmente no podía triunfar. Sus oficiales pensaban lo mismo. Nosotros habríamos estado pronto a la discreción del enemigo o mejor, hubiésemos cesado de existir, -escribía uno de ellos, ¡si M. Charette nos hubiese faltado! La necesidad de su dirección se hacía sentir cada vez que nosotros estábamos en un destacamento bajo un comando diferente al suyo”.
Y así podríamos seguir repitiendo y repitiendo las cualidades que los suyos y la Historia proclaman de Charette.
Pero Charette no fue santo.
Muy lejos de ser el degenerado promiscuo que historiadores revolucionarios tipo Michelet dibujan, Charette no fue muy fiel a los votos matrimoniales.
Un día el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira dijo que con el advenimiento del renacimiento, al interior del alma de Francia empezaron a combatirse el cruzado con el danzarín. Y que el danzarín había vencido al cruzado. El cruzado había dejado de rezar, y nada se sostiene sin la gracia. Charette tenía mucho de cruzado, tenía de la categoría aguerrida y a la vez leve del florete de los fieles mosqueteros, pero también poseía tiznes del prepotente y donjuanesco hombre del renacimiento o de ciertos banales cortesanos del Ancien Régime.
Pero ahora Francia vuelve a soñar con Charette, tal vez ella se vuelve a sentir en Charette, a mirarse en el espejo de Charette. La Revolución francesa mandó arrasar la Vendée, borrar la Vendée, cometiendo un verdadero genocidio que aún está por ser reparado, pero no pudo borrar el mito de la Vendée, ni el mito de Charette.
La película que se estrenó hace poco (no sabemos que tan fiel a la realidad), titulada “Vencer o morir” (Vaincre ou mourir), sobre la epopeya de Charette, es más que un éxito de taquilla, como lo es desde hace un tiempo el espectáculo “El último penacho” presentado en el famoso parque temático Puy du Fou, inspirado en Charette.
Una de las principales revistas francesas, Point de Vue, acaba de hacer un reportaje sobre la película, donde se trata muy bien la figura de Charette. Ahora que muchos espíritus en Francia se preguntan por su identidad y por su futuro, resucita por estos días Charette.
Charette, traicionado y capturado, murió como buen cristiano; no quiso ser vendado, con coraje y elegancia, recibió de ojos abiertos la carga de fusil que cegaría su vida. Esperamos que la Virgen de la Misericordia lo haya llevado al Cielo.
Si allá no está, rezamos por él. Si allá está, pedimos a él, pedimos a la Virgen, que él ya santo, nos junte a él, nos haga parecer al celestial Charette.
Por Saúl Castiblanco
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[1] Las historias aquí referidas tiene su base en la muy amena obra Le Chevalier Charette – Roi de la Vendée, d’aprés de documents inédits, de autoría de Gilbert Charette. Las citas entre comillas son de ese libro.
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