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Apología del padrino

El “humo de Satán” no abandona su lucha, vino por los rezos, suprimió el canto, avanzó contra el rito, transformó las costumbres, trastocó el catecismo. En su tarea de prolija y cruenta demolición, acaba con las tradiciones, ahora va por el padrino y la madrina.

«La suma de familias como una telaraña caprichosa conectaba todos los estratos”

Mi padrino era el hermano mayor de mi padre, el tío Raúl. Fue una persona importante en mi vida, eso que lo vi muy pocas veces, porque primero vivía en La Plata y después se mudó a Tucumán. Cuando existían las cartas, le escribía y a vuelta de correo siempre recibía una respuesta. Y siempre era una alegría emocionante cuando nos veíamos. A mi madrina, la hermana mayor de mi madre, no llegué a conocerla, murió a sus 33 años, cuando yo tenía cuatro.

Había como una camaradería sobreentendida con el tío Raúl, porque además de sobrino era ahijado. Hay que explicarlo a las nuevas generaciones, hace 50 años o más, los vínculos familiares eran trascendentales. Lo más importante de un hombre, el núcleo de su vida era la familia, el resto, la profesión, los amigos, el trabajo, estaban muy en segundo plano. Uno no era un ente independiente, un ovni bajado de Marte.

En sociedades pequeñas como el Santiago, el Tucumán de aquel tiempo, uno era hijo de alguien, del gobernador o del barrendero, no importaba, todos venían de alguna parte.

Las familias eran padre, madre, hijos, abuelos, tíos, padrinos, primos, hijos de primos de los padres, es decir primos segundos y parientes más o menos cercanos. El mundo se movía bajo los parámetros del mutuo conocimiento.
Le doy dos casos. Mi abuelo Raúl lo afilió a la Unión Cívica Radical, al padre de Luis Celestino Alén Lascano. Una vez que estuve en su casa me mostró el carnet de afiliación refrendado por mi abuelo. Luis fue amigo de mi padre y de mi tío Raúl, se conocían y se apreciaban. Y yo fui compañero del colegio de un hijo de Luis, con su mismo nombre. Nos conocíamos de tres generaciones.
El otro caso. Mi abuelo tuvo varios amigos en el campo. Entre ellos el comisario del Bobadal Santiago Santillán, recuerdo haber ido a la comisaría, en sulky, con mi abuelo y haber observado el cariño y el respeto que se profesaban. Pasado el tiempo me casé con Marcela, nieta del comisario, con lo que se acentuó el mutuo conocimiento y la estima entre ambas familias.
En el mundo aquel que le cuento la gente no vivía para paparruchadas, como “conseguir la propia felicidad”, “buscar la sublimación del alma a través de los placeres del cuerpo” u otras similares.
Uno estaba aquí y ahora para hacer lo que era debido. De chicos nos lo hacían entender con dulces palabras y algún que otro sopapo bien puesto. Si alguno preguntaba: “¿Por qué tengo que tender mi cama?”, la madre, el padre, algún tío o el padrino le diría: “Porque lo digo yo, qué carajo”, nada de explicaciones psicológicas o tratar de convencer con palabras melosas. Hacías caso o te atenías a las consecuencias.
Ahora se prescinde de los parientes, uf, esos viejos que averiguan todo, quieren saber qué estudia la gente menuda, qué come, de qué cuadro es, si tiene novia —o novio en el caso de las chicas— cómo se llama, si va a misa los domingos, si se parece al abuelo. Antes respondíamos las preguntas a veces con alegría y hasta con curiosidad: cómo es que ese tío lejano sabía tantas cosas de uno.
Pero con mi tío Raúl había una relación distinta que con otros parientes. Era su ahijado, ¿entiende?, casi un hijo y como tal me trataba, hasta grande. Una vez que lo encontré de casualidad en Buenos Aires, me llevó a ver a una tía (quién habrá sido, no me acuerdo), que también me conocía y sabía cosas interesantes de mi familia.
La sociedad, en los tiempos aquellos, estaba constituida por la suma de familias que, como una telaraña caprichosa, conectaba todos los estratos, todos los pensamientos. El resultado era una amalgama colorida y siempre espaciosa de parientes que, mire usted, de otra manera no hubiera sido posible. La sociedad no era, como se dice ahora, la suma de meros individuos y el pensamiento de todos no se justificaba ni se explicaba en una votación. La vida de una colectividad cualquiera no era tan plana y vulgar como la papeleta en una urna. El hombre era completo con su familia.
Vuelvo al tema. Siempre supe que mi padrino era una especie de prócer, que había sido, a sus 17 años, el escritor más joven de FORJA y a veces, en plena dictadura, aparecían sus artículos en la revista “Cabildo”, bajo el seudónimo Domingo Demaría, en contra del gobierno, como corresponde. Pero, si no hubiera sido nacionalista ni escritor ni conferencista ni católico, lo mismo daba, su procerato no pesaba un gramo en mi cariño por él.
Cuento esto, sabiendo que a algún lector quizás le despierte un recuerdo de su propio padrino, de su madrina que muchas veces son parientes adquiridos por los padres para que velen por la educación cristiana del niño, del joven. Yo tengo unos cuantos ahijados y siempre los recuerdo, los llevo en mi corazón, por más que no los vea cuanto quisiera.
Ahora la Iglesia Católica de Italia no quiere que haya padrinos: si ha renegado hace mucho de su misión proselitista, ¿para qué necesitan los bautizados que dos personas prometan hacerse cargo de ellos si faltan los padres o ayudarlos en su crianza espiritual? Aducen que “ha perdido en parte su significado originario”. Además, se estableció que, si las familias indican a personas dispuestas a una “cercanía afectiva y educativa”, se les permitirá participar de las celebraciones solo como testigos del Rito Sacramental. Y en el registro de los bautismos los elegidos serán inscritos como “testigos”.
La noticia dice que el cambio será sólo por tres años, pero ya se sabe lo que sucede en estos casos, lo temporario siempre se hace definitivo y al final termina llegando a todos lados. Los chicos del futuro se criarán sin padrinos, no tendrán el cariño especial de esas personas que eran sus otros padres. Serán reemplazados por “testigos” y uno se pregunta para qué se necesita, en este caso, que alguien atestigüe algo.
El 29 de setiembre de 1972 el Papa Pablo VI dijo: “A través de alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios«. El Diablo —que existe, por supuesto— no descansa jamás, intenta destruir la Iglesia terminando primero con sus tradiciones, pues sabe que detrás de ellas se protege la familia, principalmente de la acechanza mundana.
El “humo de Satán” no abandona su lucha, vino por los rezos, suprimió el canto, avanzó contra el rito, transformó las costumbres, trastocó el catecismo. En su tarea de prolija y cruenta demolición, acaba con las tradiciones, ahora va por el padrino y la madrina. Sólo resta que digan que la misa es una cena, una mera recordación. Ah, ¿ya lo dicen? Entonces estamos en el horno.
©Juan Manuel Aragón

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