La foto tomada en el París de 1914 es algo desconcertante para los ojos contemporáneos. Los trajes, muy pesados y severos, obedecen a los cánones de una moda que, como tantas otras, dio oportunidad a manifestaciones de buen y de mal gusto. Ciertamente, la foto muestra especímenes de un mal gusto evidente. Se entiende que un vestido femenino sea, en determinadas circunstancias, severo, pero siempre que se conserve bien femenino, es decir, dejando clara la nota de delicadeza, de gracia, de recatada afabilidad que debe distinguir a la dama, yespecialmente a la dama cristiana. Para ejemplificar con una figura que los lectores tienen en mente: el vestido de novia. Puede tener a su manera solemnidad, nobleza y altanería. Pero sin por eso sacrificar en la nada lo que tiene de suave y típicamente femenino. Lo mismo se puede decir de la vestimenta cotidiana. Incluso lo que es más estrictamente hogareño como la bata, puede tener la fusión de gravedad y gracia.
Es precisamente lo que falta a estas señoras, que caminan alineadas y se diría marcando el paso, con la mirada audaz y el porte marcial, como si fueran amazonas aburguesadas y bien nutridas. Amazonas, reducidas a nivel de infantería, que tratan de compensar el prosaísmo de su condición pedestre con el aire teatral de sus pesados trajes. En el fondo, algo de opereta.
¿Quiénes son estas damas? Las bravas y macizas precursoras del movimiento de masculinización de la mujer. Son feministas realizando una manifestación.
En ellas trasparece un estado de espíritu que, sin mostrarse muy marcadamente en nada concreto, está en todos los imponderables de la escena. Es el reflejo del cataclismo igualitario que estalló en el siglo XVI con el protestantismo, y en el siglo XVIII con la Revolución Francesa. Niega él que la mujer por su propia naturaleza sea diferente del hombre, con sus ventajas y desventajas. Y que su gloria consista en ser casta, fuerte y noblemente femenina. Ella tiene que masculinizarse, endurecerse, volverse discutidora y agresiva como un hombre, como un matón, más que como un caballero. Y todo esto para ser lo más parecido a él. En otros términos, para ser un hombre de segunda categoría.
Mientras el igualitarismo reduce a esto a la mujer, veamos a lo que reduce al hombre.
Al lado de esas amazonas peatones, camina endeble, ligero, con el traje ceñido, un frágil Adonis burgués. Toda su apariencia tiende a lo etéreo, lo afable, lo delicado. Es que, si la mujer debe ser igual al hombre, este debe ser igual a la mujer. Y el hombre afeminado es fruto genuino de las mismas tendencias e ideas igualitarias, más o menos subconscientes, que dieron origen a la masculinización de la mujer.
Estos movimientos son tanto más lentos cuanto más profundos. Semejante inversión de valores viene de lejos, como vemos. Desde entonces sólo se ha acentuado y viene alcanzando su auge en el atuendo deportivo. La mujer comenzó a usar pantalones de hombre, y el hombre comenzó a usar colores claros, tejidos suaves, pequeño escote de la camisa mal abrochada, y los brazos a la vista, hasta hace poco, moda exclusivamente de mujeres.
Mujer masculinizada, hombre afeminado, indicio seguro de decadencia y corrupción de la familia y por lo tanto de la civilización.
Este artículo se publicó originalmente en https://plineando.blogspot.com/
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