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Rendirse al poder del mundo (XXIV)

La controversia desatada por Guillermo de Ortolán, el obispo de Rodez que, con su “libelo” Licet tractatus iste (Aunque este tratado), cuestionaba los argumentos expuestos por Benedicto XIII en De novo subcismate con los que desautorizaba el concilio de Pisa, hizo resaltar todavía más la nulidad de lo acordado en aquel conciliábulo convocado por los propios cardenales de espaldas a cualquier pontífice. El papa Luna, en su opúsculo Inter distraccionum molestias, responderá a la refutación del obispo de Rodez y achacará al conciliábulo de Pisa cuatro graves defectos que denotan su invalidez:

El conciliábulo de Pisa –afirma taxativamente Benedicto XIII- es inválido, y las decisiones allí tomadas, fuera de norma y totalmente nulas por el mismo derecho; especialmente por los cuatro siguientes defectos:

  1. Carecer de autoridad, pues, expresamente se determina en el Derecho Canónico que el Concilio General congregado sin licencia del Papa es nulo e inválido… Y aunque en la historia encontramos concilios convocados por emperadores, lo fueron con la autoridad del papa, cosa que no ocurre con el de Pisa. 
  2. Defecto de integridad, pues Pisa no fue un Concilio General íntegro, sino una especie de reunión particular e ilícita. 
  3. Defecto de unidad, por cuanto con los cismáticos no hay verdadera unión; ni por ellos ni con ellos se puede celebrar un concilio. Por tanto, la reunión pisana no puede llamarse Iglesia, fuera de la cual no puede celebrarse concilio, como exhaustivamente queda demostrado en sus tratados.
  4. Defecto de la conformidad, porque no estuvieron de acuerdo ni conformes en la conclusión o la decisión, ni en la exposición de la principal sentencia.     

Por otra parte, contestando también al Libelo del obispo de Rodez, el papa Luna retorna al tema de la doble elección tras la muerte de Gregorio XI (1378), llegando a la conclusión de que, ciertamente, “el papa Benedicto ha de ser tenido por todos como verdadero papa durante el altercado del cisma, porque fue elegido por cardenales fuera de toda duda, excepto por uno… En el seno de la Iglesia Católica y en su regazo -sentencia Benedicto XIII- persistiendo bajo la obediencia del verdadero papa: en el silencio de la medianoche de este tenebroso siglo (alude al introito de la octava de Navidad), vigilantes en la custodia de los preceptos de Dios y en la observancia de los sagrados cánones, esperando la venida de Cristo, el esposo, con la luz de la fe católica, los fieles cristianos merecerán entrar en el tálamo de inefable suavidad y gloria de la Iglesia triunfante… Atiende pues -exclama el papa Luna-, a qué gran peligro es arrastrado el pueblo cristiano por estos seductores… quieren seducir al pueblo de Cristo mediante falsas inducciones… pero su empeño, como espero, Cristo lo impedirá y preservará a su pueblo de tan nefando peligro. Amén”.

Todas estas respuestas teológicas, fueron también precedidas o acompañadas de documentación institucional, fundamentalmente por medio de bulas de excomunión, en primer lugar, contra los mismos diez cardenales de su obediencia. Tanto a nivel individual como colectivo, en cuanto antiguo colegio apostólico, ahora hereje y cismático por haber participado en el conciliábulo de Pisa, fueron privados asimismo de todos sus privilegios y beneficios. Recibieron el mandato de ejecutar tales bulas los canónigos de Segorbe y de Zaragoza, Diego Navarro y Martín de Alpartil, con respecto al territorio pontificio de Aviñón y Reino de Francia, mientras para los reinos de Castilla y León era encargado el nuncio de los reinos, Francisco Climent, recientemente nombrado obispo de Tortosa.  

A su vez, el conciliábulo de Pisa fue también condenado con la bula pontificia Exsurgat Deus, dada en Barcelona, el 21 de octubre de 1409, siendo en ella los diez cardenales nominados con sus nombres propios y con su título cardenalicio y quedando calificados tan negativamente como se desprende de estas rotundas expresiones: Levántese Dios (Exsurgat Deus) para juzgar o defender su causa de los improperios que han proferido a su ínclita esposa la Iglesia, ciertos insensatos, a saber: aquellos hombres réprobos, cismáticos y blasfemos, que en otro tiempo fueron cardenales de la Iglesia romana, los cuales en el conciliábulo de Pisa han traicionado a la Iglesia romana y a su fe católica haciéndose reos de excomunión. Y en la bula dirigida a los citados cardenales, se les califica de manera similar: Los que se tenían por cardenales de la Iglesia romana se han convertido en notorios enemigos de la Iglesia y de la fe católica, tan sacrílegos, cismáticos y blasfemos como para elegir, cual alumnos de perdición, a Pedro de Candía (Alejandro V), llamándole con sus labios manchados y lenguas mentirosas papa y erigiéndolo en su ídolo de abominación.

El sucesor del tal Alejandro, que tomó el nombre de Juan XXIII, fue el que, fuera de toda legitimidad y a instancias del emperador Segismundo, convocó un concilio en Constanza. El monarca germano, autoerigido Defensor Ecclesiae, le cameló hasta el punto de prometerle -o eso entendió Juan XXIII- que la asamblea de Constanza le convertiría a él en pontífice indiscutido cuando, en realidad, Segismundo quería hacer un reset eclesial y sacarse de encima a los tres papas de una tacada. Así lo acabó haciendo, pues convirtió Constanza en un concilio acéfalo al deponer por decreto al convocante del concilio que le fue desafecto y conseguir que un decrépito y abandonado Gregorio XII reconvocara la asamblea, aprobando sus decretos para abdicar “voluntariamente” poco después. 

A la postre, Constanza resultaba casi tan falso como el conciliábulo de Pisa, ya que la legitimidad de Juan XXIII era absolutamente nula y altamente discutible la del romano Gregorio XII. Los argumentos eclesiológicos y jurídicos estaban entonces, al menos materialmente, de parte de D. Pedro de Luna, Benedicto XIII. Otra cosa es que el establishment político-eclesial del momento de ninguna manera quiso aceptarlos. La suerte hacía tiempo que Segismundo la había echado… 

Y a pesar de la jurisprudencia canónica desplegada por el papa Luna en defensa de su pontificia legitimidad, éste nunca consideró a la Iglesia como una realidad prevalentemente horizontal, limitada a la consideración de sus elementos jurídicos e institucionales. Siendo la Iglesia un misterio, se nos presenta, entonces y ahora, como visible dentro del marco de las demás realidades visibles. Sin embargo, sus raíces se hunden en el misterio de Dios mismo porque tiene la Iglesia un origen eterno en Dios uno y trino y transmite en el tiempo a los creyentes, que la aceptan por la fe, los dones de la redención, incorporándolos a Cristo a través de la donación del Espíritu. Así como en Jesucristo, Palabra encarnada, en el cual lo humano y lo divino, permaneciendo intrínsecamente unidos, se distinguen mutuamente, sin que, con todo, pueda uno existir separado del otro, la Iglesia es un organismo vivificado por el Espíritu en sus miembros y, a la vez, una realidad externa y visible. Por ello, la historia humana y los acontecimientos salvíficos están profundamente vinculados en una relación ineludible de interdependencia. Así pues, la historia profana no es tal, ya que implica una invitación real a la salvación y se convierte para el hombre, por la aceptación o el rechazo de Cristo, en una historia que salva o condena.

La Iglesia pues tiene su origen en la autocomunicación de Dios en Cristo y en el Espíritu, y esta donación divina se perpetúa en y a través de la comunidad creyente: la Iglesia, cuya cabeza es Cristo y que tiene al papa, sucesor de Pedro, como fundamento de su unidad. El Evangelio de la verdad y de la gracia ha sido confiado a la Iglesia para que, a través de esta congregatio fidelium llegue a todos sus destinatarios en este tiempo medio: desde la entronización del Señor resucitado a la derecha del Padre hasta su segunda venida al fin de los tiempos como juez glorioso de la humanidad entera. 

Esta comunidad eclesial ha sido constituida y organizada por Cristo en este mundo como sociedad (Lumen Gentium I 8) y está dotada de los medios adecuados propios de una unión visible y social (Gaudium et spes I 4,40). De ahí la necesidad de una construcción jurídica que regule los derechos, obligaciones y la legalidad de los actos de cada uno de los bautizados, desde el papa hasta el último fiel. Este Derecho es el que quedó en suspenso y casi definitivamente arruinado con la solución “de emergencia” que para el cisma supuso el concilio de Constanza. La prioridad no fue entonces el escrupuloso respeto a las leyes de la Santa Madre Iglesia a fin de salvaguardar su libertad frente a los poderes del mundo, sino el encontrar un arreglo, por forzado que fuese, pero debidamente justificado por un ejército de leguleyos. Así se complacería por igual a los cardenales revoltosos y a los príncipes temporales, muy celosos de su poder y en feroz competencia con el de la Iglesia.

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El mismo Benedicto XIII, en el testamento dictado en 1412, advertía que no se acogieran fácilmente unos medios peligrosos de la unión de la Iglesia (deposiciones, cesiones y arreglos conciliares), que no estén suficientemente previstos (en los cánones), pues algunos, mientras con el irreflexivo aplauso de los consejeros desean pretender una más rápida unión de la misma Iglesia, inducen al aumento del horrendo cisma y su extensión (cada vez más papas en liza y más división), de lo cual, oh dolor, ofrecen un ejemplo lamentable para todos bajo tal simulación, reunida maliciosamente en el horno del conciliábulo de Pisa, y con dos reprobados ídolos (Alejandro V y su sucesor, Juan XXIII), perniciosamente conflictivos. Y abiertamente ilegítimos.

Por ello, el papa Luna instituye a los pocos cardenales que le seguían fieles en la amarga soledad de Peñíscola herederos de la verdad y justicia, las cuales, Dios es testigo, supe que yo he poseído legítimamente el patrimonio de Cristo y la heredad de la Iglesia militante, la cual, aunque se ataque tiránicamente por intrusos y cismáticos, siempre yo conservo su posesión con verdadero dominio, como os la dejaré para ser conservada por mis sucesores.

La misma Madre la Iglesia -afirmará luego el papa Luna- por todas partes miserablemente es combatida por las infructuosidades externas de las persecuciones y los conflictos interiores de los vicios. Perenne verdad que acompaña a la comunidad eclesial a lo largo de los siglos…. Al mismo tiempo, Benedicto XIII expresa su confianza de que quien nos eligió para este ministerio nunca abandona a la Iglesia, su esposa, sino que siempre la gobierna e instruye, y a vosotros, fieles padrinos (cardenales y eclesiásticos leales), os confía su custodia en los conflictos de las presentes guerras, para que, siendo él mismo quien la dirige, si se presenta el caso (el fallecimiento del papa Luna), la conservéis y entreguéis sin mancha al verdadero Esposo.

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Sin embargo, D. Pedro de Luna no se llamaba a engaño: El estado de la Iglesia, oscurecido por una nube tenebrosa, más que nunca confusa por este antiguo cisma y destrozado por los ataques de los cismáticos, requiere una explicación. Con ello -continúa- deseo animaros a soportar si se presentaran, las fatigas de la mente y del cuerpo, los ataques falaces de los adversarios, las murmuraciones del vulgo, las detracciones también de aquellos que se equivocan e ignoran la verdad, las tentaciones ilícitas de los perversos, los tumultos de los pueblos, las amenazas de los poderosos, las persuasiones y las imaginaciones idealistas de los hipócritas. Y lo dice no en teoría, sino por experiencia propia, sabiendo los trabajos del Evangelio y del gobierno de la Iglesia siempre han sido duros y fatigosos (cf. 2 Timoteo 1).

En consecuencia, Benedicto XIII insta a sus colaboradores a que no se descuide la consecución de la verdadera unión de la Iglesia, de la cual, con dolor lo refiero, vosotros mismo visteis el pernicioso ejemplo de los peligros y temores simulados y racionales vías y medios presentados por mí y que fueron rechazados por el intruso llamado Gregorio, que no quiso admitirlos aunque eran de derecho y seguros, de lo cual se había de esperar que, con la ayuda del mismo Señor, sin duda y sin tardanza, hubiésemos alcanzado la verdadera, santa y deseada unión de la Sacrosanta Iglesia. Los intereses creados que rodeaban en Roma a Gregorio XII hicieron fracasar finalmente todo acuerdo canónico entre los dos. 

Así pues, ahora por la creciente malicia de los perversos y falsos cristianos -dirá el papa Luna-, la enfermedad de este cisma de la Iglesia, que podía ser curada antes más fácilmente, como recuerdo haber predicho frecuentemente a estos mismos pervertidos, cuando la herida está infectada la curación es difícil. Por tanto, acerca de la verdadera unión de la Iglesia pienso -declara Benedicto XIII- que ella es difícil y ambigua, por lo que se ha de proceder para conseguirla muy cauta y sagazmente y como se nos mandó en el Deuteronomio a nosotros, los sacerdotes de la clase levítica, que con diligente circunspección en esta materia se ha de distinguir entre sangre y sangre, es decir, separando los fieles que están dentro de la Iglesia de los que están fuera, aunque sean cardenales y obispos. Igualmente, entre causa y causa, es decir, reconociendo a los verdaderos penitentes de los ficticios (a los publicanos de los fariseos). Igualmente, entre lepra y lepra, a saber, conociendo la diferencia entre cisma y acusación de herejía, que no son lo mismo. Igualmente, el juicio entre puertas, es decir, diferenciando entre los que entran en la Iglesia católica y se reconcilian abiertamente. y los que desean entrar ocultamente. Y de estos últimos… continúan habiendo muchos.

Sin embargo, su profundo amor a la esposa de Cristo fue desdeñado. La esmerada pulcritud, siempre ajustada a derecho, que esgrimió Benedicto XIII en sus juicios fue, al cabo, despreciada por un concilio que, en Constanza, partió del esencial prejuicio de creer que la solución a la división de la Iglesia pasaba por obviar todas sus leyes humanas y hasta divinas, y someterse al arbitrio de un príncipe temporal. Las consecuencias para la comunidad eclesial fueron funestas, y dejaron el campo abonado para que el heresiarca Lutero acabase demoliendo la estructura visible de la Iglesia y le otorgase sólo íntima existencia en lo profundo un corazón que sólo cree y peca, pues las obras acaban siendo siempre inútiles, pues únicamente la sola fe te justifica… Y es que el remedio en estas cosas casi siempre es peor que la misma enfermedad.

Custodio Ballester Bielsa, Pbro. – www.sacerdotesporlavida.info

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