Primado y episcopado
El criterio por el que se rige la Iglesia Santa y Católica nunca puede ser la cambiante circunstancia de un determinado momento, sino su origen que es, al fin, lo único que ofrece también la garantía permanente de su futuro.
En el siglo IV todavía no existía un problema de primado y episcopado tal como ahora lo entendemos. Cuando se celebró el concilio de Nicea (año 325) coexistían tres primados: Roma, Alejandría y Antioquía. El elemento fundamental de la Iglesia antigua era pues la comunidad local gobernada por un obispo. Si bien la decisión de fe sólo puede darse libremente, la cuestión de con quién se ha de celebrar la eucaristía ya no lo es. La división local y episcopal sólo pueden entenderse juntas, ya que quien se adhiere a la Iglesia pertenece a la comunidad pública de aquellos que viven como creyentes en un determinado lugar. La Iglesia en su totalidad es una sociedad libre, pero dentro de ella no es posible ya buscar otra sociedad. Que en su totalidad sólo sea una, se presenta concretamente en que es sólo una en el lugar. La unidad de gobierno de la Iglesia local, aun siendo colegial en algún momento, expresa esa indivisibilidad y obediencia de la comunidad, que se acepta al aceptar la Iglesia. La expresión de San Cipriano de Cartago solo un obispo en una sola Iglesia entiende a ésta como comunidad pública indivisible que no puede reducirse a una privada camarilla de elegidos.
San Cipriano de Cartago
Así pues, el contenido de la eclesialidad de cada iglesia local consiste en la doble comunión de la palabra y el cuerpo de Jesucristo, que muestra simultáneamente el contenido y la razón interna de la unidad de todas las iglesias particulares. Éstas no forman efectivamente una suma de iglesias, sino que son una sola Iglesia indivisible, la única Iglesia de Dios, un nuevo y único pueblo.
Por otro lado, el primado no se fundó al principio en el hecho de que el obispo de Roma fuese el sucesor de Pedro y hubiese recibido el poder de las llaves (cf. Mateo 16, 17). Esta idea, desconocida para el mismo San Agustín, se empieza a desarrollar en los inicios del siglo III y se fue poco a poco clarificando en Roma a lo largo el siglo IV. Antes de manifestarse este fundamento específicamente petrino, se descubren tres motivos principales por los que la Iglesia universal reconoce a Roma un primado particular más allá de Alejandría y Antioquía:
- El reconocimiento de que Roma se había mantenido libre de herejías, por lo cual en ella la tradición apostólica se conservaba intacta y se guardaba especialmente la recta fe, a la que se podía apelar como criterio de tradición nunca falseada.
- Roma fue la sede de los apóstoles Pedro y Pablo en una fuerte tradición apostólica inmediata. Era la apostolica sedes en un sentido eminente. Todavía no se atribuía al obispo de Roma un ministerio distinto al de los demás obispos, ya que la preminencia no radica en el obispo, sino misma ecclesia Romae, que tiene una singular importancia para totalidad de las iglesias. Es decir, para la única Iglesia universal.
- Aunque la preeminencia de la Iglesia de Roma no se fundaba todavía en la sucesión petrina de su obispo, se reconocía la sede romana como sucesora de la de Jerusalén a través de la estancia de Pedro y Pablo. El paso de Pedro a Roma era considerado por la primitiva iglesia como el paso definitivo de la Iglesia de los judíos a la Iglesia de los gentiles. Roma se convertía así en la representación y síntesis de todos los pueblos y naciones, como Jerusalén lo había sido de Israel. Lo cual no significaba que Roma fuese la ciudad santa de la Iglesia como lo fue la Jerusalén que ahora pisan los ejércitos. La ciudad santa de la Iglesia es la de arriba: la nueva Jerusalén donde reina Cristo. El que la iglesia de Roma asuma la función de Jerusalén significa también que la Iglesia pasa definitivamente de la esperanza de un “reino” que viene inmediatamente a la situación de “pueblo de Dios” que peregrina y aguarda.
La idea de Jerusalén desapareció pronto del primer plano en la conciencia general de la Iglesia siendo sustituida, cada vez más decididamente, por la idea de Pedro y Pablo, que le está muy ligada, la explica y fundamenta, hasta que se desarrolla finalmente en una teología específica de la sucesión de la sucesión de Pedro, la cual da lugar a su sentido definitivo: la prima sedes.
La Iglesia en Nicea no sólo estaba estructurada “sinodal” o “conciliarmente”, sino también “primacialmente”, en tres primados, entre los cuales Roma tiene el primado de los primados: como sede de Pedro y Pablo es el punto orientador de la comunión y de la tradición para toda la Iglesia. Así pues, este primado es de significación normativa para la unidad de la fe en la Iglesia, pero no tiene carácter administrativo en sentido estricto. El aspecto administrativo de la unidad está en los primados particulares y en los sínodos regionales correspondientes. La unidad de la Iglesia universal está garantizada por la unidad de los “primados” bajo la presidencia de Roma y, desde el siglo IV, por los concilios a escala universal, es decir por el concilio ecuménico.
Esto significa que el obispo de Roma tiene una función administrativa para las iglesias de Italia y del occidente en general, pero no para la iglesia universal, para la cual, sin embargo, posee un primado como principio directivo y criterio de la unidad. Así como los primados de Antioquía y Alejandría son primados regionales, Roma posee también un primado regional y, además, un primado sobre la Iglesia universal de carácter distinto. La implicación de estos dos primados -directivo y administrativo- será el verdadero problema de los siglos posteriores, el punto de partida de la escisión entre oriente y occidente: en Roma el primado de derecho eclesiástico, que la colocaba al nivel de las otras ciudades patriarcales, quedó involucrado con la presidencia apostólica, que se fortaleció por entonces con la idea de la sucesión petrina.
La distinta pretensión de una presidencia apostólica y de una facultad patriarcal se convierte prácticamente en rivalidad de dos patriarcados y por ambas partes se desconoce la verdadera cuestión. La tragedia de todo el asunto consiste en que Roma no ha logrado separar el mandato apostólico de la idea de patriarcado esencialmente administrativa, de suerte que ante el oriente ostentaba una pretensión que, en esa forma, no debía ni podía ser aceptada por aquel. Así, el problema primado-episcopado representa en su primer estadio como un problema de primado-patriarcado, como un problema entre Roma y Constantinopla. Aparece como un problema de administración central y de responsabilidad última para la unidad y pureza de la fe sin ejercicio inmediato de administración.
La pérdida del África cristiana (siglo VII) en manos del islam fue entonces decisiva. Entre todas las iglesias de occidente fue la provincia eclesiástica africana la que mantuvo una independencia administrativa considerablemente mayor frente a Roma: por sus tradiciones específicas estuvo en muchos aspectos más estrechamente ligada con el Asia menor que con Roma, representando así un eslabón de unión entre occidente y oriente. Al no quedar ahora más que las iglesias de Italia, Hispania y las Galias, la situación se modificó esencialmente. A ello se añadió el creciente desprestigio político de occidente desde los tiempos de Constantino, que condujo desde el principio a una creciente revaloración del obispo romano, que comenzó aún en lo político, a ser cada vez más el representante de occidente y, después de la ruina de las antiguas instituciones, representó la única fuerza permanente que unía el pasado y el futuro. La impotencia política de Bizancio que obligó al papa a volverse hacia los carolingios y cuyo resultado final fue la institución por el papa de un imperio occidental, acarreó el fin definitivo de la antigüedad. El desmoronamiento del antiguo imperio romano hizo surgir un mundo nuevo con la unión de la monarquía carolingia y el papa. La vinculación con las formas y usos de la iglesia local de Roma se convierte ahora en medio para lograr la unidad del imperio. Desde el punto de vista eclesiástico, esa vinculación significa -aunque sólo se imponga lentamente- la inclusión de todo el occidente en la liturgia romana y, con ello, la incipiente inclusión de las iglesias locales particulares en la iglesia local de Roma. Así pues, no hay un plural de ecclesiae, sino que la comunidad ciudadana de Roma incorpora a todo el orbis latino en el escaso espacio de su urbis. Todo el occidente es sólo una iglesia local única y comienza a perder más y más la antigua estructura de la unidad en la variedad, hasta que acaba por desparecer por completo.
Como paradigma de este proceso se sitúa el cambio en la manera de entender el oficio patriarcal y la inversión de las relaciones entre éste y el de los cardenales. Es sabido que el cardenalato es una institución local romana, que se refiere originariamente a los diáconos y párrocos de la ciudad de Roma y a los obispos de la provincia eclesiástica romana. En cambio, el patriarcado es una institución de la Iglesia universal que designa a los obispos de las iglesias principales, llamados primados y que, por consiguiente, afectaba a la manera con que se reguló la unidad de la Iglesia en las grandes extensiones eclesiásticas y la unión entre ellas. Ahora, sin embargo, aparece el cardenalato como un oficio en la Iglesia universal y, precisamente porque la Iglesia universal es identificada con la iglesia urbana de Roma, el patriarcado se convierte en titulo de honor que otorga Roma. Y finalmente, desde el siglo XIII, el cardenal está por encima del patriarca, de suerte que éste sube de honor cuando se le hace cardenal. Por tanto, en ese momento, la dignidad eclesiástica urbana está por encima del antiguo servicio de la Iglesia universal. Y al fin, surge la idea -desarrollada por san Vicente Ferrer en su Tratado sobre el cisma moderno– de que los cardenales son los verdaderos sucesores de los apóstoles, porque estos habían sido cardenales antes de haber sido hechos obispos. En esta corriente de la baja Edad Media puede verse una antítesis occidental a la teoría bizantina que quería ver en los patriarcas a los sucesores de los apóstoles.
Sin embargo, en toda la Edad Media el episcopado no dejó de ser nunca una fuerza independiente en la iglesia occidental. El colapso de la autoridad papal por obra del Cisma de Occidente lo hizo ver con más claridad. En el enfrentamiento de conciliarismo (el concilio por encima de cualquier autoridad) y papalismo (el papa como suprema autoridad) se planteó por vez primera el problema primado-episcopado en una forma que, en el fondo, subsistió hasta el concilio Vaticano I. El resultado más importante de aquella pugna lo representan los decretos de Constanza Haec Sancta: “Este concilio, debidamente reunido en el Espíritu Santo, que es un consejo general y representa a la Iglesia católica militante, tiene su autoridad directamente de Cristo; y todos, cualquiera que sea su rango o su dignidad, aunque sea papal, están obligados a obedecerle en lo que concierne a la fe, a la erradicación del cisma en cuestión y a la reforma general de la cabeza y de los miembros de esta Iglesia de Dios”; y Frecuens: “Por este edicto perpetuo establecemos, decidimos, decretamos y ordenamos que en lo sucesivo se celebren concilios generales, de tal modo que el primero lo sea en el término de los cinco años inmediatamente siguientes a la conclusión de éste; el segundo, dentro de los siete años inmediatos al final del siguiente concilio, y, finalmente, se celebren de decenio en decenio, en los lugares en que el Sumo Pontífice, o en su defecto el propio concilio, debe decidir y designar un mes antes de la clausura de cada concilio, con aprobación y consentimiento del concilio”. Estos decretos del concilio de Constanza, en vísperas del concilio Vaticano II, volvieron a llamar la atención y fueron de nuevo discutidos en su significación permanente.
Y es que sólo el concilio de Basilea -disuelto rápidamente por Eugenio IV- con su decreto Sacrosanta, explicó las declaraciones de Constanza acerca de la superioridad del concilio sobre el papa como veritates fidei y trató infructuosamente de convertirlas en dogmas, siguiendo lo iniciado en Constanza. Se ha querido salvar a este último, afirmando que se mueve en otro plano, dentro de la línea del derecho canónico tradicional. Benedicto XIII demostró por activa y por pasiva que se lo había cargado. La historiografía eclesiástica oficial ha querido salvar el decreto Haec Sancta y, con él, al concilio de Constanza precisando que fue una medida tomada para un caso de excepción perfectamente determinado. Esto no significa que todo el asunto se quede en acontecimiento puramente pasado sin ningún alcance permanente en la actualidad. El propio H. Jedin escribiría: En la historia de los concilios el conciliarismo es sólo un episodio; en la eclesiología no tiene porqué serlo.
El concilio de Constanza no formuló propiamente un dogma conciliarista. Con los auspicios del emperador Segismundo y convocado por su lacayo Juan XXIII, quiso reformar y unir a la iglesia escindida en la obediencia a tres papas eliminándolos a los tres, y prescindiendo de cualquier legitimidad. Así pues, ese singular derecho canónico para casos de emergencia, derecho que en las reflexiones de los canonistas medievales sólo había existido como teoría, se concretó torticeramente en el concilio de Constanza y pertenece -siempre en teoría- a sus posibilidades como derecho permanente para casos de necesidad: ¿Puede la Iglesia por medio del colegio de cardenales o reunida en concilio deponer a un papa en caso de herejía, corrupción o demencia? En Constanza se hizo, pero al precio de retorcer el derecho, la teología y negar la legitimidad al pontífice verdadero.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro. www.sacerdotesporlavida.info
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