“Desarrollo” es un término tomado aquí en un sentido que tiene parentesco apenas lejano, con lo que habitualmente se entiende por tal. No hablamos del desarrollo económico financiero. Este es el sentido ápice, no raras veces incluso el único, que se atribuye al vocablo en nuestros días empapados de hedonismo burgués y de materialismo comunista.
En la perspectiva que nos colocamos, esa forma de desarrollo tiene su lugar. Sin embargo, no es el ápice. Por la simple razón de que el hombre no es principalmente estómago.
El desarrollo ápice no consiste pues en la promoción de las cosas, del “hermano cuerpo” según el lenguaje franciscano. Consiste, eso sí, en el desarrollo de todo el hombre, puestos los elementos de este todo en la debida jerarquía. Y por lo tanto el alma en primer lugar. Entre las cosas del alma, queremos destacar aquí una de las más nobles, es decir, la aptitud de relacionar las cosas de la materia con las del espíritu, y unas y otras con Dios.
Todo el universo fue creado a imagen y semejanza de Dios. Por eso, existen analogías entre todas las criaturas. Pues seres análogos a un tercero, son por esto mismo análogos entre sí. De ahí que las cosas materiales tienen el poder de expresar las espirituales. Y uno de los usos más nobles que se puede hacer de cada una, y de todas en su conjunto, consiste en conocer su expresión espiritual. A través de esa expresión, la inteligencia conoce mejor las cosas del espíritu. Utilidad excelsa que tiene la materia hasta para los bienaventurados después de la resurrección, cuando verán a Dios cara a cara.
Una persona compenetrada de estas verdades, y habituada a hacer de la relación entre la materia, el alma y Dios la actividad fundamental de su espíritu, puede de este modo llegar al ápice de su personalidad. O sea, alcanzar el desarrollo ordenado y entero de su propio yo. Su desarrollo ápice.
Esas verdades, precisamente porque son muy abstractas, tienen no obstante relación con lo que hay de más profundo y decisivo en la realidad concreta.
Así, es factor de la grandeza, del bienestar y de la force de frappe, la fuerza de impacto de un país, la relación íntima entre los recursos naturales y el paisaje del territorio, por un lado, con las características del espíritu nacional, por otro. Hasta tal punto de que el observador nota afinidades entre la configuración de los montes, el curso y el rumorear de los ríos, los mil colores y formas de la vegetación, los perfumes de las flores, el sabor de la culinaria local, las armonías de las músicas y de las danzas populares, de las formas y colores de los trajes típicos, con el espíritu de la población. Por ejemplo, con el estilo de hacer bromas o de las peleas entre los niños, de las realizaciones de los hombres maduros, y de la experimentada sabiduría de los ancianos.
Todo esto forma un enmarañado de elementos que se entrelazan por mil afinidades indisociables. Y es la diferencia entre éstos, más aún que los límites territoriales, lo que distingue a las naciones. ¡Qué diferencia existe entre Francia y Alemania, por ejemplo! Es evidente que cada una de esas naciones forma con el respectivo enmarañado una sola cosa. No se puede concebir Francia habitada sólo por alemanes, ni Alemania habitada sólo por franceses.
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