La tradición clásica, y más tarde la influencia profunda de la Iglesia, enseñó a los hombres a “ser” mucho más alma que cuerpo, a buscar en las cosas de la materia analogías y enseñanzas supremas sobre el alma y sobre Dios.
De ahí esa admirable consonancia entre el cuerpo y el alma de los grandes pueblos. Así, esos pueblos fueron conducidos, en una inmensa acción conjunta, a interpretar el respectivo cuadro material, encontrando en él mil afinidades con sus propias almas. Afinidades estas que la cultura acentuó y puso de relieve.
Da la impresión de que, dentro de la tormenta contemporánea, la mayoría de los hombres despersonalizados, masificados por la civilización moderna, mecánica y cosmopolita, ya no sabe sentir los significados espirituales y “divinos” de las cosas. Ni percibir los vínculos que los unen entre sí, ni los paisajes en que nacieron.
La interpretación simbólica de los panoramas, de la flora, de la fauna, el saborear u olfatear los productos de la tierra, la audición de sus ruidos o de los cánticos de la naturaleza, todo se reduce para muchos, a los vagos recuerdos de infancia que el progreso aplastó ya en la adolescencia, por medio de la apisonadora del “sentido práctico”.
Esas consideraciones vienen al espíritu a propósito de un hecho pintoresco en una ciudad moderna. Un hombre de espíritu e iniciativa, instaló un café en un quiosco todo de cristal, pero no un café cualquiera. En la forma de preparar la rubiácea, usó nada menos que veinticinco variedades. Al ojear entretenidamente en diagonal la lista de esas preparaciones, entre los cafés calientes, no podía dejar de figurar el café con chantilly, seguido entre otros por un enigmático café escocés, de aquella Escocia que no produce café. Un pomposo café royal y un espirituoso café society. Los cafés fríos vienen encabezados, como es natural, por el “café vienés”, que aparece en la foto. Pero este batallón es menor. Son seis, mientras que los calientes son doce. Después de los fríos y de los calientes, aparecen siete rotulados como “otros”. ¿Cómo será el licor crema de café? ¿En qué se diferenciará del simple licor de café? ¿Y cómo serán los confites de café? El caso es que todo esto encantó al pueblo.
La diversificación que un hombre de generosa fantasía supo hacer con el café, ¿en qué amplia medida se podría hacer con tantas frutas y mutatis mutandis, con las incontables flores? ¿Y cuántas riquezas de alma se explicitarían así más fácilmente?
A la luz de las analogías de un verdadero simbolismo católico, en una simultánea y gloriosa labor de alma del pueblo, ¡cuánta magnificencia se desarrollaría ante nosotros! Y si alguien dijese que todo esto no pasa de devaneos, porque no resuelve el problema del combustible, habría que responderle con una buena carcajada, pues ningún país cristianamente desarrollado se define principalmente como una inmensa flota de motores, sino como una inmensa familia de almas.
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