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Historia

Rendirse al poder del mundo (XXVIII)

Con licencia Pixabay

La suprema potestad del Papa

El Concilio Vaticano II, en los artículos 19-22 de la constitución sobre la Iglesia Lumen Gentium, desarrolla una argumentación doctrinal que demuestra a su vez la solidez teológica con la que D. Pedro de Luna, ya en el siglo XIV, defendió su legitimidad pontificia como Benedicto XIII. Y lo hizo con afirmaciones análogas a las utilizadas por el Vaticano II muchísimos años después. La diferencia estriba en que lo que se aceptó como renovadora doctrina en 1964, se despreció por inconfesable politiqueo en 1414.

Así pues, en el capítulo III de Lumen Gentium titulado De constitutione Hierarquica Ecclesiae et in specie de episcopatu se recuerda la institución divina del colegio episcopal en la persona de los apóstoles y sus sucesores: Llamando así a los que él quiso, Jesús eligió a los doce para que viviesen con Él y enviarlos a predicar el Reino de Dios. A estos apóstoles los instituyó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, y puso al frente de ellos a Pedro, elegido entre ellos mismos. Al predicar en todas partes el Evangelio -continúa el documento- reúnen a la Iglesia universal que el Señor fundó sobre los apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro, su cabeza, poniendo como piedra angular del edificio a Cristo Jesús. Como la predicación evangélica es en todo tiempo el principio de toda la vida para la Iglesia, esta divina misión confiada por Cristo a los apóstoles ha de durar hasta el fin de los siglos.

Por ello, para que la tarea que les había sido confiada continuase tras su muerte, confiaron a sus cooperadores inmediatos, a modo de testamento, el encargo de acabar y consolidar la obra por ellos comenzada. Establecieron, pues, tales colaboradores y les dieron la orden de que, a su vez, otros hombres probados (viri probati), al morir ellos, se hiciesen cargo del ministerio. Y así como permanece el oficio confiado por Dios singularmente a Pedro, el primero entre los apóstoles, y se transmite a sus sucesores, así también permanece el oficio de los apóstoles de apacentar la Iglesia que permanentemente ejercita el orden sacro de los obispos.

Tras especificar el origen divino del episcopado y calificarlo como supremo sacerdocio o cumbre del ministerio sagrado, se afirma en Lumen Gentium que con la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramente del orden. Los oficios de enseñar y regir de los obispos, así como el de santificar, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio. Éste, afirmará el concilio, no tiene autoridad si no se considera incluido el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como cabeza del mismo, quedando siempre a salvo el poder primacial del papa tanto sobre los pastores como sobre los fieles. Y eso es así porque el Romano Pontífice tiene, en virtud de su cargo de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que puede siempre ejercer libremente

El colegio episcopal, por tanto, no tiene autoridad alguna, si no se entiende en unidad con su cabeza, el sucesor de Pedro. Mientras el colegio episcopal es de hecho “colegio” juntamente con el papa, el pontífice es, aún sin el colegio, pastor de toda la Iglesia y puede ejercer libremente su potestad, sin esperar para ello ninguna autorización del colegio. El papa, en fin, puede indudablemente obrar sin el colegio, pero no el colegio episcopal sin el papa.

Aunque el mismo Jesucristo -afirmará el Vaticano II- constituyó a Simón Pedro como roca sobre la que edificar su Iglesia y le confió las llaves de ésta. el oficio que dio a Pedro de atar y desatar (Mt 16,19) consta que lo dio también al colegio de los apóstoles unido con su Cabeza. Esa potestad suprema que el colegio unido al pontífice, su Cabeza, posee sobre la Iglesia universal se ejerce de modo solemne en el concilio ecuménico. Y para salir al paso de un posible conciliarismo (la asamblea conciliar superior al mismo papa) el texto de la Lumen Gentium manifiesta: No puede haber concilio ecuménico que no sea aprobado o al menos aceptado como tal por el sucesor de Pedro. Y es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos concilios ecuménicos, presidirlos y confirmarlos. ¿No resuena aquí la voz del papa Luna en su obra De concilio generali? Importó poco a los jerifaltes de la época. Habían decidido deponerlo y punto, ya encontraron la manera de justificar el atropello.

Con todo, el 16 de noviembre de 1964, el secretario general del concilio leía y transmitía a los padres una notificación que comprendía tres puntos, el tercero de los cuales se iniciaba con estas palabras: “Finalmente, por autoridad superior, se comunica a los padres la Nota previa explicativa sobre los modos relativos al capítulo III del esquema sobre la Iglesia. La doctrina expuesta en este capítulo debe ser explicada y entendida según el sentido y opinión de esta Nota”. Se trata pues de una Nota previa que aparece reproducida al final de la constitución Lumen Gentium bajo la inscripción Ex actis concilii y firmada igualmente por el secretario general, el arzobispo Felici.

La Nota consta de tres puntos, el primero de los cuales se refiere al sentido de la palabra colegium, que debe entenderse eclesiásticamente, no en sentido estrictamente jurídico (de una sociedad de miembros con iguales derechos), sino de una asamblea estable, cuya estructura y autoridad deben deducirse de la Revelación. En el segundo se aclara la distinción entre el orden sagrado y la jurisdicción, para lo cual se afirma que el carácter de miembros del colegio se adquiere por la consagración episcopal y con la comunión jerárquica con la Cabeza y miembros del colegio. Aunque en la consagración se da una participación ontológica en los ministerios sagrados (regir, enseñar y santificar), para que se tenga tal potestad expedita debe añadirse la determinación jurídica o canónica por la autoridad jerárquica, que puede consistir en la concesión de un oficio particular (auxiliar de una diócesis o cargo curial) o en la asignación de súbditos (obispo titular). Para ello se requiere la comunión jerárquica con la cabeza y los miembros de la Iglesia.

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Sobre el punto de la communio hierarchica, la Nota salía al paso de la actitud de un grupo de padres conciliares que había entendido la palabra communio sólo en el sentido de una relación inobligante, mientras que ahora se ponía de relieve esta palabra a fin de renovar la eclesiología a la luz de la tradición de la antigua Iglesia. En aquel entonces la palabra communio representaba más bien la expresión de una forma jurídica obligatoria, según un derecho eclesiástico fundamentado en lo sacramental de la comunión del misterio eucarístico. Así debería seguir siendo ahora.

Tras estas aclaraciones, la Nota entra de lleno en la relación entre la colegialidad episcopal y el primado papal. Afirmará que necesariamente, aunque el “colegio” es sujeto también de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal, hay que admitir esta afirmación para no poner en peligro la plenitud de potestad del Romano Pontífice, ya que el término “colegio” comprende siempre y de forma necesaria a su propia Cabeza, la cual conserva en el seno del colegio íntegramente su función de Vicario de Cristo y Pastor de la iglesia universal.

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Así pues, la plena potestad colegial no sería algo contrapuesto al papa, sino que sólo se daría en unidad con él. En cambio, puede contraponerse, a la inversa, el papa al colegio como sujeto independiente de la plena potestad, aún sin el asentimiento del colegio. De aquí se deduce una doble diferencia entre la potestad papal y la colegial. Si el colegio como tal puede y debe actuar y de qué manera, está en manos del papa, el cual procede “con miras al bien de la Iglesia según su discretio”. Mientras el papa puede ejercer en todo momento “a placer” su potestad, “tal como lo requiere su oficio”, el colegio sólo ejecuta temporalmente actos estrictamente colegiales y aun eso sólo con el asentimiento del papa.

La Nota señala asimismo que el Sumo Pontífice, como Pastor supremo de la Iglesia, puede ejercer libremente su potestad en todo tiempo (suam potestatem omni tempore ad placitum excercere potest), como lo exige su propio ministerio (sicut ab ipso suo munere requiritur).

Ciertamente, sólo el Romano Pontífice tiene por sí, ex sese, la plena y suprema potestad sobre la Iglesia universal, tal como afirma el número 22 de la Lumen Gentium, pero que el ejercicio de esa potestad dependa simplemente de su propia discretio y en su placitum, no se había dicho todavía de esa forma en ningún documento eclesiástico. Ni siquiera el papa Luna, en su defensa de la autoridad pontificia frente al concilio, se atrevió a tanto. De hecho, la Nota puso cierto correctivo a ambas formulaciones al añadir a la propia discretio “intuito boni Ecclesiae” y al ad placitum la adición “sicut ab ipso suo munere requiritur”. Con ello, ambas declaraciones se reducen de hecho a aquello que había afirmado reiteradamente Benedicto XIII y que habían rechazado ferozmente los concilios de Pisa y de Constanza: El papa no está sometido a ningún tribunal externo, ni siquiera al concilio, pero sí al interno requerimiento de su oficio y a las necesidades de la Iglesia universal, que él mismo debe discernir como Vicario de Cristo.  En un sentido más profundo, tal como manifestó siempre el papa Luna, el pontífice debe someterse al requerimiento de la Revelación, manifestado en la Escritura, en la Tradición y en los sagrados cánones, que no pueden retorcerse u obviarse en aras de un supuesto bien de la Iglesia, que otros deciden cuál es y cómo debe conseguirse.

El mismo Benedicto XIII afirmaba en su testamento de 1412 poco más o menos lo que el Vaticano II en su Lumen Gentium en 1964: “He aquí pues, en primer lugar, hermanos e hijos, en este mi último testamento os dejo un único legado muy precioso, es más, os instituyo mis herederos de la verdad y justicia, las cuales, Dios es testigo, supe que yo he poseído legítimamente el patrimonio de Cristo y la heredad de la Iglesia militante, lo cual, aunque se ataque tiránicamente por intrusos y cismáticos, siempre yo conservo su posesión con verdadero dominio como os la dejaré para ser conservada por mis sucesores”. 

Así es: Potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que puede siempre ejercer libremente, tal como lo exige su propio ministerio y para bien de la Iglesia Santa y Católica. Que el Señor bendiga la memoria de aquel anciano que la defendió al precio de la traición, de la calumnia y de un ignominioso exilio en la roca de Peñíscola. Ubi Petrus, ibi Ecclesia.

Custodio Ballester Bielsa, Pbro. www.sacerdotesporlavida.info

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