En la tercera década del siglo XX alcanzó cierta fama un novillero bilbaíno llamado Domingo Hernandorena Lavandibar, apodado Chomin por sus amigos. Su carrera empezó en los primeros años 20. De él decía la revista El Toreo en su número de 8 de mayo de 1922 que “Domingo Hernandorena sigue ganando y subiendo su cartel, merecidamente. Está muy valiente, torea cada vez mejor con el capote y con la muleta, y se está haciendo—pudiéramos decir que lo es ya—un buen matador”.
Participó en numerosas novilladas, y de la relativa notoriedad que alcanzó da cuenta que fuera uno de los diestros que portara el féretro del famoso torero Cocherito de Bilbao durante su entierro el 1 de marzo de 1928 en la madrileña localidad de San Fernando de Henares.[i]
Si bien de manera indirecta, el joven novillero vasco se había significado también políticamente, al ser uno de los toreros que se dejaron ver en el gran mitin republicano que tuvo lugar en la plaza de toros de Madrid en septiembre de 1930, junto al ex matador de toros Bernardo Casielles y al diestro bilbaíno Martín Agüero.[ii]
Solo unos pocos días antes, Hernandorena había resultado herido de pronóstico reservado por un novillo, en una corrida celebrada en Loeches. [iii]
No fue este el único percance sufrido por el novillero. El más importante sería causa indirecta de que su nombre quedara en cierto modo inmortalizado, al ser presenciado por Ernest Hemingway y recogido en su libro de relatos “Muerte en el atardecer” (Death in the Afternoon), publicado en 1931.
La cogida fue brutal e impresionó vivamente al escritor norteamericano, aunque no era la primera cogida que presenciaba. Incapaz de ocultar el nerviosismo de sus pies, el novillero citó al animal de rodillas, pero cuando el toro embistió, se equivocó en el manejo de la muleta y no lo pudo desviar de su cuerpo, entonces el toro le clavó el cuerno en el muslo, lo levante como si fuera un muñeco de trapo y lo arrojó al piso. En medio de los gritos y del confuso remolino del quite, Hernandorena se incorporé con el rostro untado de arena, buscó su muleta, y en ese instante vio la herida: la carne abierta del muslo dejaba al descubierto el hueso desde la cintura hasta la rodilla. [iv]
Temiendo que otro percance pudiera costarle la vida, Hernandorena tomó la decisión de cortarse la coleta de novillero y dedicarse a la pintura, afición para la que tenía algún talento. Así se lo comunicó en diciembre de 1931 al presidente de la Peña taurina que en Bilbao llevaba su nombre.[v]
En la pintura, centrada fundamentalmente en paisajes, rincones rurales y escenas costumbristas, no llegaría nunca a destacar, si bien obtuvo algún reconocimiento, como ser ganador del concurso de carteles taurinos para la corrida de la Asociación de la Prensa de 1932, tal y como publicaron distintos periódicos, que tildaban al ganador del concurso de “notable pintor”. El cartel ganador fue editado por los talleres Artes Gráficas, de Fernández.[vi]
Hernandorena había fijado su residencia en Madrid, en la avenida de Menéndez Pelayo 27, y tenía entonces 35 años. Su posición política izquierdista parecía mantenerse, puesto que sabemos que estaba afiliado a la UGT[vii] . Para un artista como él, siempre escaso de recursos económicos, la lucha por la vida y por el pan eran probablemente su principal ideología.
De su actuación durante la Guerra Civil, solo sabemos que en septiembre de 1936 fue expulsado de las Milicias Vascas Antifascistas, junto con Emeterio Arroba de !a Torre -que fue delegado político de estas milicias-, “por indeseables”[viii]. Claro que hay descalificativos que, dependiendo de quien procedan, pueden resultar hasta un elogio.
También sabemos que combatió como miliciano del Batallón Motorizado de Ametralladoras del ejército republicano.[ix]
Sus pasos en aquellos trágicos días de revolución y guerra están envueltos en la bruma, sin que podamos siquiera entrever cuál sería su evolución. Sea cual fuera ésta, y las causas que la determinaran, su reaparición en la posguerra se produce en una posición radicalmente opuesta a lo que había sido su trayectoria anterior, distinguiéndose como un pintor identificado con la causa carlista.
Así lo acreditan las obras que de él conocemos pintadas tras el final de la guerra, y la dedicatoria que en una fotografía suya le escribió Don Manuel Fal Conde, jefe-delegado de la Comunión Tradicionalista: “Al querido amigo, pintor carlista, Domingo Hernandorena, con el mayor afecto. Domingo Fal Conde. Sevilla, 31 de julio de 1941”.
Sus últimos cuadros, realizados con la técnica propia de un pintor autodidacta y más cercanos al cartelismo que a la pintura académica, ensalzan a los requetés que lucharon en la Cruzada, a los que se representa en escenas cargadas de simbolismo: en combate bajo el signo de la Cruz en el llamado Montejurra! -que muestra una carga del tercio navarro de ese nombre-; los requetés del tercio guipuzcoano de Oriamendi que caminan entre ruinas; la despedida de un voluntario abrazándose a su esposa, o el héroe que regresa al hogar familiar, con detalles como el cuadro de Carlos VII en la pared o la imagen entronizada de Cristo Rey, que representan visualmente ese sentido religioso y de continuidad histórica que tuvo el Alzamiento Nacional para los combatientes requetés. Temas muy similares a los abordados en aquel mismo tiempo por Gustavo de Maeztu, otro pintor que llegó al carlismo desde iniciales veleidades izquierdosas, y que pueden contemplarse en el Museo del Carlismo de Estella.
En medio de una obra de predominante ambientación vasca, esperable de un pintor bilbaíno, mención especial merecen los tres cuadros que Domingo Hernandorena dedicó al joven requeté mártir gaditano Antonio Molle Lazo: su retrato, el que representa el momento de su martirio a mano del grupo de milicianos que le rodearon y asaetearon cruelmente a bayonetazos mientras invocaba a Cristo Rey, y el del punto exacto en Peñaflor (Sevilla) en el que tuvo lugar su muerte. Es muy posible que la atracción por la figura del “mártir de la boina roja”, como le llamó su principal biógrafo, le llegara a través del propio Manuel Fal Conde, gran difusor de su fama de martirio, y al que el pintor regaló el último de los tres cuadros mencionados.
Domingo Hernandorena falleció en 1944, joven aun, víctima de una insuficiencia renal. Su figura merece ser recordada, como exponente de una peripecia vital azarosa y poco convencional, en una España convulsa y agitada, en la que descubrió un ideal que hasta entonces no había encontrado. Su caso puede ser un ejemplo -como intuyó magistralmente el propio Hemingway al reflexionar sobre la aparatosa cogida del novillero-, de cómo pequeños detalles pueden cambiar la vida de una persona.
El genial escritor norteamericano estaba convencido de que, a lo largo de la vida ocurren pequeñas explosiones, instantes singulares que, en medio de su fugacidad y a raíz de una inesperada fusión de pequeños acontecimientos personales, logran resaltar, con claridad privilegiada, rasgos sobresalientes de la condición humana. Esos instantes excepcionales, cuyo significado y cuyas implicaciones rebosan su propia fugacidad, son tantas veces cruciales en la vida de una persona, segundos trascendentales de la experiencia humana.[x]
No sabemos que otra “cornada de la vida” fue ese instante que hizo a Domingo Hernandorena modificar el rumbo, cuál fue ese momento fugaz que lo cambia todo, que le llevó a de una orilla a otra, como en el caso de Gustavo de Maeztu fue el asesinato de su hermano Ramiro. Porque no hay buenos y malos, sino una batalla entre el bien y el mal que se desarrolla en el interior de cada uno de nosotros.
A su muerte, Domingo dejó viuda y una hija de siete años, Felicitas Hernandorena, que, aunque apenas tuviera tiempo de disfrutar de su padre, ha conservado con piedad filial su recuerdo, y entregado al Museo Carlista de Madrid, por medio de su hija María Elena, el retrato de Antonio Molle pintado por su padre y fotografías del resto de los cuadros aquí mencionados.
A ellas expresamos nuestra gratitud y el afecto a la figura del novillero y pintor que al final de su vida supo encontrar una Causa que, porque dió nuevo sentido a su vida, mereció el arte de sus pinceles.
- [i] https://sanfernandodehenaresnews.blogspot.com/2019/03/efemerides-de-san-fernando-de-henares-1.html
- [ii] La Libertad (Madrid) 30/9/1930
- [iii] El Clarín (Valencia). 20/9/1930
- [iv] Juan Carlos Botero: “El epífano ¿Una alternativa en prosa?”. https://www.persee.fr/doc/ameri_0982-9237_1997_num_18_1_1241
- [v] La Fiesta brava (Barcelona). 18/12/1931, n.º 258
- [vi] El Sol (Madrid). 8/7/1932
- [vii] Ficha de Domingo Hernandorena Labandivar. Centro Documental de la Memoria Histórica, DNSD-SECRETARÍA, FICHERO,31, H0023763
- [viii] El Liberal, 30 del 9 de 1936.
- [ix] Leg. 1189, fol 123, P-S , Madrid. Ficha de Domingo Hernandorena. Centro Documental de la Memoria Histórica, DNSD-SECRETARÍA, FICHERO,31, H0023736
- [x] Juan Carlos Botero: artículo citado.
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