(Gaudium Press) En estos tiempos de gusto desbocado por el mero placer, finalmente frustrante, es el momento de hacer el elogio concienzudo de la ‘vida dura’, de la vida sacrificada, de la vida heroica.
No es esto sinónimo de loar el vivir corriendo quien sabe tras que ambiciones de dinero o de grandeza; es simplemente la aceptación serena de que después del pecado de Adán y de que Cristo padeció en la Cruz, el ser humano debe cargar con su cuota de dolor y sacrificio, y que esta le es necesaria para lograr su perfección.
Una de las cosas que trae solaz en este valle de lágrimas es la belleza.
Pero ya la verdadera belleza está unida al sacrificio:
Es bello ver nacer el sol, y más bello ver antes nacer la vida del campesino que se levanta a preparar merienda y jornada bajo el sol. Es bello verlo salir decidido a herir con su azadón y mojar con su sudor las negras tiernas tierras, regar con sus semillas y con su esfuerzo los surcos por él abiertos, tomar un poco de agua refrescante en medio de la jornada, verlo parar al mediodía a tomar el alimento merecido y acumular nueva fortaleza, para re-emprender luego su arduo trabajo hasta la caída del sol, y llegar finalmente a su casa cansado, a encontrarse con la familia, para cenar, a pensar en Dios.
No existiría esta belleza si su faena se hubiera limitado a oprimir un botón, para que materiales sin esfuerzo y máquinas sin vida lo hubiesen reemplazado en su misión.
Es bello ver a un sacerdote, un día santo en un lugar de peregrinación, entrar en un confesionario a las 8 de la mañana aún con las energías de un buen descanso y las pilas de un buen pranzo, escuchar paciente hora tras hora, minuto a minuto, el elenco repetido de las miserias de los hombres, pedir al mediodía a los fieles que hacen fila que lo esperen unos momentos mientras toma su almuerzo, para luego regresar a ocupar paciente su banca ya lustrada por el paso de los años, auditora de experiencia del absurdo de la naturaleza humana y plena también de la alegría del perdón dado sin condición, hasta el momento en que al caer la noche, exhausto, sale de su relicario-tribunal para hacer sus oraciones y recogerse al amparo de la Virgen y su Hacedor.
No existiría esa belleza si su jornada de confesión hubiese sido de quince minutos, pasados sin mayor tormento, tal vez sin mucha atención.
El demonio, para destrozar el equilibrio y expulsar de la Tierra la profunda alegría proveniente de un sacrificio bien llevado, presenta como opción lo que el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira llamaba un ‘queso mal partido’: la alternativa de una actividad agitada, febricitante y no sabia vs. la ausencia total de actividad, la total distensión de quien no hace nada y solo busca gozar del placer sensible. Símbolo de esa falsa alternativa son las ciudades modernas, de las correrías de los autos, los tranvías y el estrés, de las que sus habitantes huyen apenas pueden hacia centros de ‘relax’. Lo contrario era la ciudad medieval, sí de mucha actividad, vivaz, continua y serena, pero que no llegaba siempre al extremo de la extenuación, actividad paliada por el sereno descanso de la noche, tras gruesos muros y murallas, donde meditaba tranquilo en las impresiones del día, y se reponían verdaderamente las fuerzas para la jornada del otro día.
Es bella una parada militar, de jóvenes y hombres maduros marchando en vistosos uniformes y brillantes galones, con paso cadenciado, firme, resoluto, idealista, bajo las notas de un brilante himno marcial. Pero este aparato sería vacío y sin sentido, de belleza hueca y engañosa, si esos hombres no estuvieran dispuestos a las horas de entrenamiento sacrificado, a los interminables turnos de guardia que roban tiempo al sueño, a las jornadas al frío, al agua y al sol en medio de polvorientas trincheras si ha sonado la campana de la defensa de Dios o de la Patria. La verdadera gloria bella solo nace de un dolor llevado con temple y gallardía, como cuando Cristo cargó resoluto el glorioso madero de la cruz.
El que rechaza la cruz movido por el engaño de la publicidad de este mundo del orgullo y la sensualidad, se desequilibra, se frustra, no crece, no alcanza la gloria, no es capaz de degustar la belleza, se le escapa el secreto de la buena vida aquí, y de la vida feliz en la eternidad.
– ¿Pero entonces Dios está pidiéndome un sacrificio, para el que no tengo aliento ni siento las fuerzas requeridas?
No es tanto así.
Lo que Dios nos pide es que juntemos las manos para rezar. Para entonces pedirle a Él y a la Virgen las fuerzas. Y de ahí partir, confiantes en su ayuda, cual guerrero que está dispuesto a hacer en cualquier campo de batalla el holocausto de su vida, con la ayuda de Ellos.
Ese es el secreto de la felicidad.
Por Saúl Castiblanco
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