La impiedad escogió para Vos, Señor, el peor de los tormentos finales. El peor, sí, pues es el que hace morir lentamente, el que produce sufrimientos mayores, el que más infamaba porque estaba reservado a los criminales más abyectos. Todo fue aparejado por el infierno para haceros sufrir, tanto en el alma como en el cuerpo. Este odio inmenso, ¿no contiene para mí alguna lección? ¡Ay de mí, que jamás lo comprenderé suficientemente, si no llego a ser santo! Entre Vos y el demonio, entre el bien y el mal, entre la verdad y el error, hay un odio profundo, irreconciliable, eterno. Las tinieblas odian a la luz, los hijos de las tinieblas odian a los hijos de la luz, la lucha entre unos y otros durará hasta la consumación de los siglos y jamás habrá paz entre la raza de la Mujer y la raza de la serpiente. Para que se comprenda la extensión inconmensurable, la inmensidad de este odio, contémplese todo lo que este odio osó hacer. El Hijo de Dios que allí está, transformado según la frase de la Escritura, en un leproso en el cual nada existe de sano, en un ente que se retuerce como un gusano bajo la acción del dolor, detestado, abandonado, clavado en una cruz entre dos vulgares ladrones. ¡El Hijo de Dios! ¡Qué grandeza infinita, inimaginable, absoluta, se encierra en estas palabras! ¡He ahí, sin embargo, lo que el odio osó contra el Hijo de Dios!
Y toda la historia del mundo, toda la historia de la Iglesia, no es sino esta lucha inexorable entre los que son de Dios y los que son del demonio, entre los que son de la Virgen y los que son de la serpiente. Lucha en la cual no hay apenas equívoco de la inteligencia, ni sólo flaqueza, sino también maldad, maldad deliberada, culpable, pecaminosa, en las huestes angélicas y humanas que siguen a Satanás.
He ahí lo que es necesario que sea dicho, comentado, acentuado, proclamado y, una vez más, recordado a los pies de la Cruz. Pues somos tales y el liberalismo a tal punto nos desfiguró que estamos siempre propensos a olvidar este aspecto imprescindible de la Pasión.
Lo conocía bien la Virgen de las Vírgenes, la Madre de todos los dolores, quien junto a su Hijo participaba de la Pasión. Lo conocía bien el Apóstol virgen que, a los pies de la Cruz, recibió a María como Madre, y con esto tuvo el mayor legado que jamás fue dado a un hombre recibir.
El Calvario del pintor flamenco Van der Weyden recoge el momento en que su Hijo se fue al Padre, y Ella se convirtió en la Señora de todos los Pueblos, la Corredentora, Medianera y Abogada.
Este artículo se publicó originalmente en https://plineando.blogspot.com/
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