De todas las crisis que van y vienen amenazando la “tranquilidad” de nuestras vidas, hay una que además de ser constante, ha crecido en importancia y, de acuerdo con el discurso imperante, en peligrosidad. La cuestión ecológica, que bajo diferentes nombres y carices, se ha convertido desde hace décadas, en la espada de Damocles que pende sobre nuestro precioso planeta amenazando con destruirlo sino implementamos drásticos cambios en nuestro estilo de vida. Esto, a pesar de que los gurús del ecologismo llevan décadas de pronósticos, profecías y cálculos erróneos.
En 1962, la escritora Rachel Carson, en su libro “Primavera silenciosa” (Silent Spring) pronosticó que debido a los severos daños causados por los pesticidas, se esperaba una devastadora «primavera silenciosa» en la cual no escucharíamos nunca más el canto de los pájaros. En 1968, a pesar de que el índice de fertilidad en los Estados Unidos empezaba a decaer, el profesor de Stanford, Paul Ehrlich se dedicó a expandir el mito maltusiano de que la sobrepoblación era la principal causa de la pobreza, de la contaminación, de las enfermedades y de todo tipo de desgracias. En su famosísimo libro: “La bomba demográfica” (The Population Bomb) predijo: “En la década de 1970, el mundo sufrirá hambrunas y cientos de millones de personas morirán de hambre”.
Curiosamente, en lugar de comprobar la veracidad de éstas y otras similares teorías que profetizaban el fin del mundo, dichos supuestos fueron propagados y utilizados por importantes políticos como el profesor y ambientalista Morton Hilbert quien, junto con el servicio de salud pública de los Estados Unidos, organizó el “Simposio de Ecología Humana”. Por su parte, el infame activista, Saul Alinsky, famoso por sus peligrosas tácticas de manipulación de masas, aprovechó la situación para lanzar su campaña contra la contaminación (Campaign Against Pollution). La propaganda ecológica fue expandida con tal fuerza que, el 22 abril de 1970, junto con una proclamación federal del senador estadounidense Gaylord Nelson, se celebraba el primer día de la tierra en el cual participaron 20 millones de americanos lidereados por el mismo presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon.
Surgía así el nada espontáneo movimiento ecologista que, auspiciado por poderosísimas organizaciones, apoyado por los grandes medios de comunicación y promovido por los principales partidos políticos (de izquierda a derecha) se convirtió en unas cuantas décadas en un movimiento global. Actualmente, el día de la tierra es celebrado por más de 100 millones de personas en más de 192 países.
Si bien nadie en su sano juicio niega el uso racional que el ser humano debe hacer de la naturaleza que Dios dispuso a nuestro cuidado, es importante resaltar que, los postulados de la ideología ambientalista contrariamente a lo que defienden sus promotores, no están basados en estudios científicos serios. Por el contrario, se basan en la “pseudociencia del consenso” de algunos “científicos” y muchos políticos y personajes influyentes de lo más variopintos (entre los que abundan filántropos, activistas y hasta actores y cantantes) cuyas defectuosas premisas rechazan de antemano, cancelando y hasta persiguiendo (de manera totalmente acientífica) toda crítica, análisis y hasta evidencia que contradiga su discurso. Debido a esto, sus profecías (como vimos al inicio) no se han cumplido y sus hipótesis son modificadas continuamente y han ido del enfriamiento al calentamiento para terminar en un maleable cambio climático.
Asimismo, la agenda ecologista es profundamente anticristiana y por lo mismo inhumana. Debido a ello, dicha agenda, desde sus orígenes a la fecha, se mueve, no por el deseo de cuidar y proteger a la naturaleza sino por un odio feroz al ser humano, el eterno gran culpable de la “emergencia climática” del momento. De ahí, que dicha ideología tenga como fundamento promover la mentalidad antinatalista que ve al hombre como un intruso que daña, con su sola presencia, a la sufriente “madre tierra”. En consecuencia, la agenda ecologista promueve la anticoncepción (incluyendo las esterilizaciones masivas, en ocasiones involuntarias), el aborto, la tan perversa como estéril ideología de género y la eutanasia.
A través de la propaganda, la manipulación y el miedo; el movimiento ecológico, elevado a dogma infalible amenaza, bajo el Acuerdo de Paris y la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible, con transformar de manera drástica nuestro estilo de vida, anular tiránicamente nuestros derechos fundamentales y destruir, a través de leyes inmorales, los mismos cimientos de nuestra sociedad. Desafortunadamente, el hombre de hoy, “autónomo y descreído” ha encontrado en la falsa superioridad moral que otorga el adherirse a la ideología ambientalista, una religión sincrética y universal que en su fanática soberbia cree que el mundo entero depende, no de Dios, sino de los pobres esfuerzos humanos. Por ello son varios, especialmente entre los más jóvenes, que están dispuestos para salvar al planeta: a sembrar y a abrazar árboles mientras arrasan con la ganadería en nombre de los derechos de los animales; a no tener hijos (así los tengan que asesinar antes de nacer) mientras adoptan mascotas a las que tratan como sus herederos; a dejar de comer carne, volverse veganos y hasta a comer insectos; a recorrer, en monopatín, las ciudades de 15 minutos (futuras prisiones voluntarias); a no tener nada y ser felices, pues siempre quedará el metaverso para hacer “realidad” los más extravagantes delirios.
Nuestra rebelde sociedad, ha rechazado el lugar preponderante que Dios le dio al hombre al encomendarle la trascendental misión de procrear, multiplicarse, henchir la tierra; someterla y dominar sobre todo cuanto vive. En su lugar, ha adoptado como dogma una perversa ideología que reduce al hombre al nivel de un parásito peligroso que hay que limitar y hasta destruir.
El mayor problema que enfrenta actualmente nuestra sociedad no es el cambio climático, sino nuestra abierta rebelión a la ley de Dios. Despertemos ahora, que aún estamos a tiempo. Lo que está en juego no es el futuro del planeta, sino el nuestro y el de nuestros hijos. Recordemos que nuestro verdadero hogar es el cielo y enfoquemos nuestros esfuerzos en llegar a él. Busquemos primero el reino de Dios y lo demás (incluso el cuidado por la naturaleza) se nos dará por añadidura.
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