Por Alejandro Macarrón Larumbe
Según una opinión bastante extendida, los inmigrantes podrán “compensar” el hueco demográfico que crea en nuestra población activa el que cada año haya muchas más jubilaciones que jóvenes de nuevo ingreso, lo que en España se viene produciendo desde 1977 debido a la continua y grave caída en los nacimientos: en 2021, fueron la mitad que en 1976, y los de madres españolas nativas, solo la tercera parte.
En el informe impulsado por el que fuera jefe de gabinete del presidente del gobierno, Iván Redondo, sobre la España del 2050, se mencionaba la cifra de 5,7 millones de nuevos inmigrantes que tendrían que incorporarse a la población activa. El ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, J. L. Escrivá, ha hablado en diversas ocasiones de cifras similares. De hecho, hace ya años que, incluso desde think tanks liberal-conservadores españoles, se viene defendiendo la idea de que nuestra gravemente menguante natalidad no es, digamos, tan grave, porque los inmigrantes alimentarán nuestro mercado laboral con la ventaja adicional de que, al venir aquí listos para trabajar, “nos ahorramos el coste de su crianza y educación”.
En este artículo se argumenta por qué la inmigración, aunque aporta y puede aportar una parte de la solución a los males derivados del hundimiento demográfico que tiene su origen en la baja natalidad –pérdida de población laboral y total nativa, y envejecimiento social creciente, por insuficiencia de nacimientos de padres españoles–, no es, ni puede ser, suficiente, y por qué fiar a ella la solución a esos males conlleva graves riesgos.
¿De dónde sale la cifra de 5,7 millones u otras similares que se han barajado en diferentes medios, incluso medios gubernamentales? La respuesta es: de proyecciones de población relativamente fáciles de hacer y bastante precisas en lo relativo a la gente que ya vive en España.
Según Eurostat, en 2050, en ausencia de flujos migratorios netos con el exterior, la población española en edad laboral sería de unos 8 millones de personas inferior a la de 2020, y eso asumiendo el retraso hasta 67 años previsto en la edad de jubilación. En concreto, si a comienzos de 2020 había 28,5 millones de habitantes en España con edades comprendidas entre 20 a 64 años1, Eurostat estima, en su escenario sin inmigración, que en 2050 serían 20,7 millones. Y que, si en 2020 había 3,1 personas en España en edad laboral por cada una en edad de jubilación, en 2050 solo habría 1,4, lo cual abocaría, inevitablemente, a una gran merma de la pensión media o, para evitarlo, a un gran incremento de la presión fiscal presente (vía cotizaciones y/o impuestos) o diferida (vía déficit o deuda, y esto suponiendo que España tuviera entonces capacidad de incrementar su endeudamiento público). O bien, lo que parece más probable, a una mezcla de lo anterior: apreciables recortes en las pensiones, aumento del lastre impositivo y más deuda pública.
¿Por qué no puede esperarse una solución 100% migratoria al deterioro de la salud demográfica de España causado por una tasa de fecundidad muy insuficiente desde hace cuatro décadas?
Quizá, lo primero que hay que decir es que, aunque no sea lo que se pretende, se adormece o anestesia la conciencia de la gente sobre el grave problema humano que significa la falta de niños cuando se lanza el mensaje de que la solución está en “que vengan – vendrán millones de inmigrantes”, sin ni siquiera plantearse que hay que intentar recuperar natalidad: solo con que nuestra fecundidad subiese de los 1,2 hijos por mujer de España a los a 1,5 de media de la UE (datos ambos de 2019), ya lograríamos una mejora no desdeñable de nuestras realmente dramáticas perspectivas demográficas.
De hecho (véase Cuadro 1), en España ya se ha producido en los últimos 20 años una gran pérdida de población española nativa de 20 a 39 años (la tercera parte de la que había hace dos décadas), uno de los segmentos más vitales para una sociedad, tanto en lo productivo como en lo reproductivo2, y más acentuada en determinadas provincias. Y solo un poco más de un tercio de esa merma ha sido compensada en lo cuantitativo por inmigrantes, y mucho menos en lo cualitativo, por el menor nivel de estudios promedio y de cualificación laboral de los extranjeros en general en España.
Realmente, la inmigración no frena el envejecimiento de las sociedades europeas, que se produce mucho más por falta de niños que por el aumento de la esperanza de vida3, máxime cuando una parte de ese incremento de la longevidad no ha sido hasta ahora “envejecedor” como, a veces, se da por supuesto, puesto que ahora envejecemos más lentamente que en el pasado.
La aportación económica de la inmigración
La inmigración extranjera puede aportar abundante mano de obra con cualificación baja y medio-baja, ya que en el mundo actual hay un número virtualmente ilimitado de personas con formación educativa-laboral limitada que desearían emigrar a Occidente. Y esa aportación es algo valioso, que los españoles / europeos -globalmente poco fecundos- debemos agradecer a los extranjeros de origen que honradamente se ganan la vida en nuestra tierra. Pero la inmigración no puede aportar suficiente mano de obra con cualificación alta y medio-alta, cada vez más necesaria en sociedades tan tecnificadas como las actuales, puesto que hay mucha menos oferta mundial de esta mano de obra. Y la que hay, si emigra, va sobre todo a países más ricos e innovadores que España. Como consecuencia de esto, y como no podría ser de otra forma por su cualificación promedio baja o medio-baja, y por la gran cantidad de inmigrantes desempleados de forma estructural, la inmigración en España aporta un porcentaje muy pequeño del total que recaudan el Tesoro Público y la Seguridad Social, con una contribución fiscal por inmigrante muy inferior a la del promedio por español.
Con los números reales y el sentido común en la mano, no es cierto, ni sería correcto moralmente aspirar a que “los inmigrantes nos paguen las pensiones”, y, menos aún, si se hace un balance completo y en ciclo largo, es decir, si se tiene en cuenta no solo la aportación fiscal presente de los trabajadores extranjeros en España, sino también las prestaciones sociales públicas que consumen, y los derechos a pensiones y sanidad que están devengando para cuando se jubilen.
El Cuadro 2 muestra datos de 2019 que son elocuentes. En la mitad superior del cuadro se muestran los datos agregados de ingresos por IRPF y de cotizaciones a la SS a cargo de trabajadores de españoles y extranjeros que figuran en las estadísticas de IRPF de la Agencia Tributaria, y las ratios que se desprenden de ellos al ponerlos en relación con la población de nacionalidad española y extranjera que estimaba el INE a mediados de 2019. Pero como entre los extranjeros en España aproximadamente una sexta parte son occidentales -casi todos europeos-, que en media tienen un nivel de vida y de ingresos superior al promedio de los españoles4, en la mitad inferior del cuadro hemos tratado de estimar cuál es la aportación de los inmigrantes no occidentales, suponiendo que los occidentales aportasen por persona como los españoles en IRPF y Seguridad Social, un supuesto que probablemente infraestima la contribución fiscal de los extranjeros occidentales. Este cálculo evidencia aún más la baja aportación total y la muy baja per cápita de los extranjeros no occidentales, que son los únicos que emigran a España desde hace una década, y, posiblemente, sean la inmensa mayoría de los nuevos inmigrantes que puedan llegar en el futuro.
¿Por qué es tan baja la contribución extranjera total y en términos per cápita a la recaudación en IRPF y de la Seguridad Social, y, en particular, la de los extranjeros no europeos? Hay varias razones que lo explican.
En primer lugar, la baja cualificación media de los inmigrantes que atrae España, razón por la cual -además de las inevitables dificultades iniciales para su plena integración en tierra inicialmente extraña para ellos, y más si no dominan bien nuestro idioma- los inmigrantes desempeñan muy mayoritariamente empleos de cualificación medio-baja o baja. Y de forma correlativa, su productividad y sueldos son apreciablemente menores, en general, que los de los españoles.
El Cuadro 3 lo muestra claramente. En concreto, en el tercer trimestre de 2019, un tercio de los no europeos (iberoamericanos, africanos o asiáticos) desempeñaban, según la EPA, “ocupaciones elementales”. Y otro tercio, o incluso más, tenían empleos en “servicios de restauración, personales, de protección o vendedores”, que tampoco son, en general, los de tipo más cualificado y mejor pagados. Otra lección interesante de este cuadro, que también se puede apreciar con datos más detallados en cuanto a tipos de empleos, es que, aunque hay ocupaciones con mucha mayor proporción de extranjeros que de españoles, no es del todo verdad que, como a veces se afirma, “los extranjeros no compiten laboralmente con los españoles, pues solo ocupan puestos que estos ya no quieren”. El solapamiento laboral entre nativos y foráneos no es del 100%, cierto, pero tampoco es del 0%, como se puede apreciar en ciertos empleos que dan ocupación a mucha gente, como camareros o cajeros de supermercado, donde se ven tanto a españoles como a foráneos. Naturalmente que la llegada de mucha inmigración genera más competencia laboral, algo que en una España tan alejada del pleno empleo como la de los últimos 14 años genera más desempleo entre los españoles y los propios foráneos bien arraigados aquí, y conlleva menores salarios tanto para muchos nativos, como para inmigrantes en los tipos de puestos de trabajo más afectados por esa competencia.
En segundo lugar (Gráficos 1 y 2), la contribución total y per cápita a las arcas públicas de los extranjeros, en especial las de los extracomunitarios, viene lastrada por sus elevadas tasas de paro, muy superiores a las ya muy abultadas de los españoles, niveles de desempleo mucho más elevados que en Europa Occidental. Y eso está muy ligado a un Estado de Bienestar que ha evolucionado, en España, de modo análogo a lo ocurrido en otros países europeos, desde su concepción inicial, como un instrumento para evitar la pobreza extrema entre los españoles, a un sistema que permite vivir de manera, digamos, “estructural”, permanentemente, sin trabajar, mediante subsidios y prestaciones públicas gratuitas, que se pueden disfrutar indefinidamente aunque uno esté en edad activa y no tenga problemas de salud incapacitantes para trabajar, se sea español o extranjero que haya logrado quedarse a vivir en España tras entrar en ella por vías legales o ilegales.
Es obvio que este Estado de Bienestar produce un potente “efecto-llamada” aunque en España haya tasas de paro muy elevadas. Entre mediados de 2015 y finales de 2019, la tasa media de paro de los extracomunitarios en España fue del 26%, pese a lo cual su número aumentó en 1,1 millones de personas.
Sería absurdo “culpar” a los inmigrantes de que exista esa red de protección y de que la aprovechen, ni de que a un buen número de españoles nativos les disuada de trabajar por el escaso diferencial entre el sueldo que recibirían y los subsidios públicos. Son políticos españoles los responsables de que esa red exista y de que se extraigan grandes cantidades del bolsillo del contribuyente para, en definitiva, sostener los gastos corrientes del Estado y el servicio de la deuda pública que su excesivo volumen genera. De hecho, tan potente es esa red de protección social que relativamente pocos inmigrantes se marchan de España aunque estén sin empleo, y muchos vienen a nuestro país aunque en él haya mucho paro.
En concreto, la inmigración africana (en más de un 70% marroquí) llegó a alcanzar tasas de paro del 60% en el año 2013, según los microdatos de la EPA. Pese a ello, la población africana nativa empadronada en España, según el INE, solo se redujo (por más salidas que llegadas a nuestro país) un 1% entre el 1 de enero de 2012 y de 2015, al pasar de 1.102.351 a 1.089.645, un descenso inapreciable en relación a su nivel de desempleo. Sin un Estado de Bienestar que, aun estando en paro, les permitía vivir mejor en España que en su país de origen, evidentemente, la salida neta en este grupo de inmigrantes habría sido muy superior en esos años tan duros para la economía española. Sin llegar a números tan extremos, también en el caso de los iberoamericanos y no europeos en general, las tasas de paro alcanzaron en la pasada crisis cotas muy elevadas -salvo entre los chinos, con niveles de desempleo bastante menores a los de los españoles-, pero la reducción neta de su número en España fue muy modesta: 5% menos iberoamericanos nativos residentes en España en enero de 2015 que en enero de 2012, pese a que su tasa media de desempleo fue del 34% en ese lapso de tiempo, según la EPA.
En tercer lugar, los extranjeros con doble nacionalidad (más de 2/3 de los cuales, a mediados de 2019, eran americanos de nacimiento, en su inmensa mayoría hispanoamericanos, proporción que subía a las 5/6 partes sumándoles africanos y asiáticos de origen ya con DNI español) figuran entre los “españoles” en las estadísticas de Hacienda utilizadas. Esto implica algo más de aportación real total en IRPF y en cotizaciones sociales por parte de inmigrantes respecto a lo que se ve en el cuadro 2 de contribución fiscal, al tiempo que una aportación ligeramente superior en aportación per cápita real de los españoles nativos. Y un dato que, de nuevo, da idea de las altas tasas de paro + inactividad laboral de los extranjeros de origen: en 2019, los ocupados con doble nacionalidad fueron, según la EPA, solo el 3,4% de las personas con empleo, pese a que el 6,5% de los residentes en España de 20 a 64 años tenía doble nacionalidad. Dadas las respectivas poblaciones con edades entre 20 y 64 años, la franja que concentra casi todo el empleo (98% del total), esto significa, aproximadamente, una tasa de ocupación de casi el doble entre los adultos españoles nativos en edad laboral (en torno al 70%) que entre los inmigrantes con doble nacionalidad (36%).
Integración de la inmigración en España
Las tasas de paro de España, y muy en especial de los inmigrantes no europeos, desconocidas en Europa, salvo en Grecia, dan idea de lo mal que se ha gestionado la inmigración en España en relación a cómo se ha hecho en el resto de Europa y de la UE (Gráfico 3).
¿Cuál es el impacto sobre nuestras finanzas públicas de la suma de subsidios de desempleo, rentas básicas de inserción y prestaciones y servicios públicos gratuitos de muy diversa naturaleza destinados a ayudar a esas masas de parados e inactivos nacionales y extranjeros (incluyendo los hijos menores de edad de los extranjeros sin empleo en edad laboral)?
Una cuantificación integral de ese coste, que no es el objeto de este artículo, daría cifras en el orden de magnitud de varias decenas de miles de millones de euros5, porque estamos hablando de varios millones de personas que no son jubilados, y que no serían dependientes si en España hubiera pleno empleo, algo muy difícil de lograr si, con tasas de desempleo muy elevadas, siguen llegando grandes oleadas de inmigrantes.
Entre el 1 de enero de 2020 y el 1 de julio de 2021, según la estadística de Cifras de Población del INE, la población residente en España nacida en países de fuera de la UE aumentó en casi 236.000 personas. Que en ese año y medio de tragedia sanitaria y grandes dificultades económicas, con mucho desempleo explícito o encubierto vía ERTEs, tuviéramos tal aflujo neto de inmigración es algo que en ningún caso podría considerarse favorable para nuestra salud económica. Que vengan más inmigrantes en grandes números solo tiene sentido cuando hay virtual pleno empleo de nacionales y de foráneos: en España esta regla básica se ha incumplido de forma casi sistemática en la última década y media.
Como consecuencia de este elevadísimo desempleo estructural desde 2008, y de la baja cualificación media de nuestros inmigrantes, España está a la cola en convergencia en renta por hogar entre la inmigración extracomunitaria y los nativos, según datos de Eurostat, como puede verse en el Gráfico 4.
Tampoco parece ideal el grado tan bajo de integración “afectiva” en España de la inmigración extraeuropea y, en particular, de la africana y asiática, a juzgar por la elevadísima endogamia que se observa, no ya por continentes u otras afinidades, sino por nacionalidad de origen. El llamado “sesgo de afinidad”, en general nos lleva a los humanos a juntarnos más fácilmente con quienes son más parecidos a nosotros, como puede comprobarse en el Gráfico 5. Pero que haya un número tan pequeño de madres inmigrantes extraeuropeas en España cuya pareja sea española o de otro país distinto del suyo de origen da que pensar.
De cara al futuro, como el porcentaje de españoles de la siguiente generación que son hijos de inmigrantes es muy elevado, en particular, en determinadas provincias (Cuadro 4) y CCAA, y más en concreto, en ciertos municipios y barrios, España deberá hacer un gran esfuerzo desde la escuela, aunque no solo en ella, para que los inmigrantes de segunda generación, cuando sean adultos, compartan los valores cívico-legales y de afecto a nuestro país del conjunto de los españoles, y para que la formación recibida les permita de mayores una buena integración en el tejido productivo. Y no es fácil, como muestran diferentes experiencias europeas. En particular, la experiencia francesa. Y hay indicadores adelantados de que no iríamos por buen camino, como lo puede estar señalando la tasa de fracaso escolar, que es mucho mayor, en promedio, entre los extranjeros, y sobre todo los que no son europeos o chinos, que entre los hijos de españoles nativos.
El reto de la integración de la segunda generación de inmigrantes es y será especialmente intenso y complejo en localidades donde los porcentajes de hijos de foráneos son particularmente elevados, como las de los cuadros siguientes.
¿Necesitaríamos 5,7 millones de inmigrantes, o serían muchos más?
Comentábamos al principio de este artículo que, desde instancias oficiales, se proclama abiertamente la necesidad de que nuestra población activa se mantenga e incremente con nuevos inmigrantes, en un volumen que se ha llegado a cuantificar, desde ahora hasta 2050, en unos 5,7 millones. Estos 5,7 millones cubrirían todo o parte de la pérdida de población en edad activa que causará hasta entonces el invierno demográfico en que vivimos desde hace décadas, por haber, año tras año, más jubilaciones que nuevas incorporaciones a la población en edad activa6.
Ahora bien, con las pautas de empleo y proporciones actuales, como menos del 50% de la población extranjera de origen en España tiene empleo (teniendo en cuenta parados, inactivos en edad de trabajar, niños y jóvenes, y mayores de 65 años)7, para que hubiera 5,7 millones más de ocupados foráneos serían necesarios realmente unos 12 millones de nuevos inmigrantes, que podemos razonablemente suponer que serían casi todos extraeuropeos, virtualmente los únicos que emigran a España desde hace una década. Y si pensamos en términos de ingresos fiscales y de la Seguridad Social, con las proporciones que tenemos ahora de aportación per cápita de los españoles en comparación con los no europeos, haría falta entre el doble y el triple de ese volumen de personas. ¿Alguien cree seriamente que España podría acoger desde ahora a 2050 entre 24 y 36 millones de nuevos inmigrantes (entre más del triple y del cuádruple de los que hay ahora), virtualmente todos de fuera de la UE y, en su inmensa mayoría, de no europeos, sin que se produzcan graves fracturas sociales?
Conclusiones
España tiene un muy serio problema demográfico, que es también un problema económico, social y cultural de primer orden, que se agrava, año tras año, porque su bajísima tasa de fecundidad no puede lograr el reemplazo de la población en el tiempo.
Una proporción alta de nuestros políticos, académicos y funcionarios de alto nivel considera que elevar de forma permanente esa tasa de fecundidad es tarea poco menos que imposible, porque lo que subyace y explica esa tasa de fecundidad es toda una nueva (en el sentido de aparecida y convertida en dominante en las últimas décadas) estructura social, familiar y cultural. Por ello, se piensa que la única solución, que puede plantear muchos problemas pero la única realista y factible, es que vengan más inmigrantes.
Pero esta estrategia, ni puede ser una solución completa a los problemas sociales que crea la baja natalidad, aunque sea valiosa en lo que sí puede aportar (sobre todo, mano de obra de cualificación media, medio-baja y baja, que también es necesaria), ni carece de riesgos muy considerables.
La gestión de la inmigración es uno de los retos más complejos y decisivos para el futuro de España y de Europa. Es, desde luego, inaceptable abordarlo desde la xenofobia, por razones morales y prácticas. Y es un disparate hacerlo desde el buenismo disolvente de “que venga aquí todo el que quiera”, insostenible en cuanto a los recursos económicos necesarios y también en cuanto a cohesión social y cultural. No nos hagamos trampas en el solitario. Con una fecundidad estructuralmente por debajo de la de reemplazo, solo puede haber suicidio demográfico o sustitución demográfica (la cual plantea serios problemas de cohesión social), o bien a una mezcla de ambas.
Alejandro Macarrón Larumbe es ingeniero y consultor empresarial y autor de los libros “El suicidio demográfico de España” y “Suicidio demográfico en Occidente y medio mundo”.
- 1. Según información publicada en “Cinco Días” el 01/04/2021 en la noticia titulada “La edad de jubilación sigue sin despegar”, en 2020 la edad media a la jubilación fue de 64,5 años, más de un año menos que los 65 años y diez meses de límite oficial teórico establecido para ese año cuando se estipuló el retraso en la edad de jubilación de forma progresiva hasta los 67 años en 2027. Por otra parte, aunque se suele hablar de población laboral a partir de los 16 años, es mucho más realista tomar los 20 años como edad promedio de ingreso en el mercado laboral. En 2020 solo 100.000 menores de 20 años figuraban como “ocupados” en la EPA.
- 2. La madre del 88% de los nacidos en España en 2020 tenía entre 20 y 39 años en el momento del alumbramiento, según datos del INE.
- 3. A comienzos de 1976, la media de edad de la población de España era de 33 años. En enero de 2021, según el Padrón Municipal, el promedio de edad era de 43,8 años en total, de 44,7 en la población con nacionalidad española, y aproximadamente un año más la población de nacionalidad española autóctona, sin contar inmigrantes o hijos de inmigrantes con doble nacionalidad. Es decir, que los 7,2 millones de extranjeros de origen que viven en España solo han reducido de 1 a 2 años los 12 a 13 que ha envejecido la población española desde 1976 (el “a” de la horquilla de años depende que incluyamos en ella o no a efectos del cómputo de la media de edad a los inmigrantes con doble nacionalidad y a sus hijos nacidos aquí). En cambio, si se hubiera mantenido todos los años desde la Transición la tasa de fecundidad de 1976 (2,77 hijos por mujer, alta en comparación a la actual, pero no en relación a la históricamente tradicional, y en absoluto “explosiva”), la edad promedio de los españoles autóctonos actualmente no superaría los 36 años, porque habría en España ahora 20 millones largos más de niños, jóvenes y adultos menores de 45 años. Así pues: 1) La inmigración no frena, sino que solo suaviza algo el ritmo de envejecimiento de la sociedad. 2) De muy lejos, lo que más ha contribuido a que la sociedad española envejeciese como lo ha hecho desde 1976 no ha sido el aumento de la esperanza de vida al nacer (10 años desde 1976 a 2019, el año pre-pandemia), sino el desplome de la natalidad.
- 4. A modo de ejemplo muy ilustrativo, en las listas públicas de beneficiarios de ayudas al alquiler de la Comunidad de Madrid o la Comunidad Valenciana de hace unos pocos años (2017), con varias miles de personas en cada una de ellas, aunque la gran mayoría de los receptores eran extranjeros (o bien tenían NIE, o tenían NIF-DNI español pero apellidos y/o nombres de pila claramente identificables como foráneos), también había en ellas una apreciable minoría española. Pero no había en esas listas personas con apellidos de países de Europa Occidental, como tampoco chinos, por cierto.
- 5. Para un cálculo completo de ese coste no basta con incluir en él únicamente los subsidios y prestaciones en dinero efectivo que reciben esos millones de desocupados -y los que, no estándolo, trabajen en empleos no declarados a la SS y cobren de todos modos subsidios y ayuda, contra la pobreza como si fueran parados- y sus familiares dependientes. Hay que añadir el coste de la sanidad que consumen, de la enseñanza en colegios públicos o semipúblicos de sus hijos, la parte correspondiente del coste de las carreteras e infraestructuras públicas que utilizan, los subsidios al transporte público que usan, los gastos del Estado en seguridad, justicia y otros renglones de su operativa que generan, etc.
- 6. Según Eurostat, en 2050 habría en España 8,8 millones de personas menos de 20 a 64 años que en 2020, de no haber flujos migratorios netos con el exterior que afectasen a esa banda de edad hasta mitad de siglo. Y si comparamos la gente de 20 a 64 años de ahora con la proyectada de 20 a 66 para entonces (asumiendo 67 años en 2050 como edad media de jubilación), el desfase sería de 7,2 millones de habitantes en España. Como no toda la gente en esas franjas de edad está en la población laboralmente “activa” (entre estudiantes, personas con incapacidad laboral física o psíquica, y amas de casa / madres al cuidado de niños y que optan por no trabajar fuera del hogar), cabe suponer que por eso se habla de 5,7 millones de inmigrantes para cubrir una merma demográfica de 7,2 a 8,8 millones de personas en edad laboral. Esa merma es virtualmente segura en ese rango de valores, porque la inmensa mayoría de la gente en edad laboral de 2050 ha nacido ya, y difícilmente quienes nacerán en los próximos 5 a 10 años podrán diferir mucho en su número total respecto a lo que cabe proyectar con las actuales pautas de fecundidad y del número de mujeres en edad fértil
- 7. En 2021, los ocupados extranjeros, con o sin doble nacionalidad, fueron 3,15 millones en media anual, según la EPA, siendo 7,2 millones los residentes en nuestro país nacidos en el extranjero a 1 de julio de 2021, de acuerdo con la estadística de Cifras de Población del INE. Esto es, había 2,3 extranjeros nativos en España por cada uno con empleo.
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