En “El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte” Karl Marx afirma que la historia sucede dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa.
Tal enunciado se puede aplicar perfectamente a todo lo sucedido en España desde la pérdida del imperio, a comienzos del diecinueve, y las consiguientes revoluciones surgidas tras la guerra napoleónica.
Durante el reinado de Fernando VII se pierde el imperio en América, excluyendo Cuba, Puerto Rico y Filipinas, hasta entonces próspero, que cae en manos de la depredadora Inglaterra, que mediante la masonería consigue su objetivo de descuartizar el vasto territorio hispanoamericano en pequeñas naciones, bajo su fórmula estrella de “divide et impera”.
Es entonces cuando la revolución política, como chispa que encendió la Revolución Francesa, se propaga como un virus a lo largo y ancho de Europa y de forma especial en España durante todo el siglo XIX. El liberalismo de raíz individualista y fatalista protestante, economicista y usurero, siembra la llama de la lucha de clases al ir proletarizando paulatinamente a las masas campesinas a través de la Revolución Industrial, que traslada del campo a la urbe el eje de la vida social, desvinculando el tradicional vínculo de los campesinos con la tierra.
Se puede decir que, en un siglo, desde Fernando VII a Franco, España perdió su soberanía frente a Inglaterra y Francia, quedando como potencia de segundo orden. Tras numerosos pronunciamientos, anarquía y algaradas, un efímero rey extranjero, una república inestable en la que el separatismo llegó al extremo del ridículo, llegó un momento de relativa calma y paz: la restauración borbónica mediante el parlamentarismo de raigambre británica —De Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas—.
Casi cincuenta años de un sistema bipartidista —Partido Conservador y Partido Liberal—, en el que no faltó la inestabilidad, sobre todo a través de la crisis existencial del Desastre del 98, en el que se perdieron Cuba, Puerto Rico y Filipinas, y por la cuestión social que venía de la revolución política. Todo se fue conteniendo como se pudo, hasta que el desorden y la falta de confianza en el sistema fue tal que el interregno restaurador terminó abruptamente con la dictadura de Primo de Rivera, el que se podría decir fue el último pronunciamiento de cariz decimonónico.
Pero fue todo un espejismo. A pesar de la mejora paulatina de la situación económica y del orden social, el malestar surgido de la revolución política seguía latente. Con la caída de la monarquía y la llegada de la II República la catarsis nacional estallaría en su forma más atroz. Ya no era el restringido espíritu de cruzada de los caballeros cristianos medievales, defensores de vasallos. Era la continuación, en su peor forma, de las guerras carlistas decimonónicas. La última guerra carlista, pero cuyo nivel de crueldad las hacía palidecer, relegándolas a bellas gestas románticas.
La crueldad inhumana del virus marxista, la peor forma de revolución política, por su nivel de odio, dio carácter de verdadera tragedia a toda la trágica historia de la paulatina desmembración del Imperio Católico iniciada hacía un siglo. El primer gran apocalipsis español moderno, que estuvo a punto de aniquilar a su iglesia, su razón de ser. Pero que resurgió como ave fénix tras el fin de la contienda.
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El pueblo español, bajo un hoy controvertido, pero sin duda grandísimo estadista, Francisco Franco, salió fortalecido de este primer Armagedón en su tierra, que pasó de ser una nación casi subdesarrollada a ser en menos de cuarenta años la octava potencia mundial. A pesar de que parte de la soberanía seguía bajo manos del nuevo imperio triunfante de la segunda guerra mundial, Estados Unidos, hijo y amigo especial de la Pérfida Albión, España, con su espíritu quijotesco, había logrado una vez más superarse a sí misma.
Es, entonces, cuando comenzó el capítulo de la farsa. Un país tan estable supo, camaleónicamente cual Lampedusa, renunciar a sus principios y volver al turno pacífico de la democracia inorgánica de estirpe británica —Partido Popular y Partido Socialista, nuevos Cánovas y Sagastas—, volviendo a estallar la bestia dormida del anticlericalismo radical, el separatismo, la leyenda negra y el odio cainita, y relegando a España a país europeo tercermundista, otra vez.
Pero ahora todo era patético. Estados Unidos ya se fue haciendo amo de todo el mundo, pero representando ese amo corrupto y esquizofrénico propio de su idiosincrasia protestante y característico de los días finales de los imperios. Es entonces cuando han ido corroyendo España ideologías perversas surgidas de la revolución política y social más desaforada, como el feminismo radical, la ideología de género o el alarmismo climático.
Casi cincuenta años después de esta segunda restauración borbónica, la inmigración descontrolada del islamismo radical corre a sus anchas provocando la mayor catástrofe en un país con una natalidad en mínimos. Pero ahora es la farsa del Mundo Feliz de Huxley. Mientras que los homosexuales votan a partidos que acogen a los que los lapidarían, el pueblo español, que, aunque narcotizado tiene en su haber pequeños quijotes, vive ignorante o tibio frente a la profanación de tumbas como la de José Antonio. Incluso en la primera parte, la tragedia, el felón Fernando VII intentó conservar el imperio. Ahora, en la farsa, Pedro Sánchez, el gran felón, le debe algo a Marruecos.
Si en el primer gran apocalipsis de la modernidad en España, la guerra del 36, media España no se resignaba a morir, en palabras de Gil-Robles, ahora no sé qué puede pasar. En 1934 estalló una revolución en Asturias y Cataluña por la entrada de tres ministros de la CEDA en un gobierno que les correspondía legítimamente. ¿Qué pasará si Vox forma parte del gobierno?
En los momentos de la tragedia, había honor y valentía. Ahora el mundo virtual de Huxley nos ha arrebatado esas virtudes. Pero la valentía de los que querían la revolución proletaria provocó la catarsis. Aun así, la polarización es la misma. Quizá, por estos tiempos, nos toque vivir pequeños apocalipsis en esta época de farsa. O quizá venga otro todavía peor. Y no precisamente de los pseudo-revolucionarios convertidos al capitalismo globalista. Sino del otro lado del Mediterráneo, como antes de la Reconquista.
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