Nuestros líderes, no contentos con intentar arrebatarnos una a una las celebraciones religiosas que antaño unían al pueblo en una misma Fe; han descargado también sus venenosos dardos contra las contadas festividades seculares que todavía aúnan a nuestra muy dividida sociedad. De todas ellas quizá, la más importante, es la celebración del día de la madre; de esa única y especial mujer a la cual, cada uno de nosotros debe la vida. Dicha celebración, como la conocemos actualmente, fue impulsada en los Estados Unidos, en el siglo XX, por Anna Jarvis a fin de reconocer el servicio incomparable que prestan las madres a la sociedad. Sin embargo, el mencionado festejo fue rápidamente comercializado, a tal punto, que su propia fundadora se arrepintió de haberlo promovido. A pesar de ello, dicha celebración se extendió a muchos países y hoy es ampliamente promocionada; aun cuando, la maternidad ha sido no sólo rebajada, sino deformada a tal grado que al no ser capaz, una parte de nuestra sociedad, de definir qué es una mujer, tampoco sabe ya, lo que es una madre.
La paulatina aceptación de la poderosa ideología del feminismo, que niega las diferencias reales entre el hombre y la mujer, consiguió que muchas mujeres, en poco tiempo, rechazasen lo que por siglos fue prioridad para la mayoría; casarse y ser madres. Con este cambio de mentalidad, ser madre pasó a ser, si acaso, un maravilloso complemento de una exitosa carrera, transformando en poco tiempo; el sensiblero, madre sólo hay una, en un displicente, “sólo madre” con el que se empezó a designar a la mujer dedicada únicamente al hogar, como si esto fuese poca cosa. Nuestra sociedad comenzaba a devaluar la maternidad al tiempo que promovía una igualdad artificialmente fabricada a través de una indiferenciación de roles, que provocaría que ambos sexos, fuesen perdiendo, poco a poco, su esencia e identidad. Con ello pasamos, de afirmar que las mujeres pueden hacer exactamente lo mismo que los hombres, a declarar que la naturaleza no determina quien es hombre y quien es mujer.
Actualmente se ha llegado al absurdo de afirmar que los hombres pueden embarazarse (lo cual se debe, obviamente, a que la mujer sigue siendo mujer aun cuando se identifique como hombre y es, precisamente gracias a la naturaleza de la cual reniega que se puede embarazar). Por si fuese poco, también hay hombres que, al adquirir mediante la gestación subrogada o vientre de alquiler, lo que la naturaleza les niega, exigen ser llamados madres. Debido al aumento de las mal llamadas familias formadas por dos hombres que se identifican como padres o dos mujeres que se identifican como madres, en varios lugares se ha optado por usar el “inclusivo vocablo” progenitor uno y progenitor dos y, para las “otras nuevas familias” que empiezan a surgir en las cuales el padre se identifica como la madre y la madre como el padre (pues para la ideología de género el deseo es el límite) se ha decidido sustituir la palabra madre por persona gestante. Estas aberrantes adaptaciones, si bien no dan gusto a todos, no hieren el “finísimo sentimentalismo” de ningún miembro del poderoso colectivo de colores. Ante esta situación demencial no sería sorprendente que pronto veamos comerciales de hombres haciendo de madres perfectas. De hecho, en algunos lugares, algunos hombres que se identifican como mujeres ya participan en cursos sobre lactancia materna.
Nuestra sociedad no sólo ha rechazado las tradiciones milenarias y los principios perennes, sino que también ha roto con los lazos afectivos naturales. De recibir a los niños como un don, empezamos a posponer el embarazo, artificialmente, hasta el “momento adecuado”. Actualmente, la gran mayoría de las mujeres casadas, en edad de procrear, utilizan toda clase de métodos anticonceptivos mientras que las llamadas nuevas familias utilizan toda clase de métodos artificiales para obtener, por los diferentes medios que ofrece el materialismo descarnado en el que estamos sumidos, ese objeto de deseo que es a lo que hemos reducido a los niños que, fabricados a “la carta” crecen prescindiendo de la madre o del padre biológico, sino de ambos. Al parecer, nuestra enajenación no tiene límite.
A este escenario dantesco en el cual la esperanza está languideciendo rápidamente, hemos llegado a partir de los, actualmente tan aceptados errores del feminismo que, con el paso del tiempo, degenerarían en la perversa ideología de género. El feminismo, que impulsó a la mujer a buscar su “propia realización y autonomía” separó la sexualidad de la procreación; con lo cual la mujer renegó de su maternal esencia y el hombre, se acostumbró a utilizar, a quien está llamado a defender. Esta merma, tanto de la feminidad como de la virilidad, ha devastado a la familia que actualmente es atacada por el enemigo con una fiereza nunca vista.
La batalla por la familia sólo la ganaremos recuperando el hogar cristiano, del cual el padre es la cabeza y la madre es el eje sobre el cual gira y se apoya la familia. La merma de ese centro que comenzó con la devaluación, y el consecuente rechazo, de la maternidad, ha ido destruyendo a las familias a través de la anticoncepción, el divorcio, el aborto y la ideología de género.
Recobremos y transmitamos la fe y la esperanza que guiaron a tantas generaciones de mujeres. La gran mayoría de ellas no aspiraba a dirigir una ciudad y ni siquiera una compañía pues sabían que, si bien la contribución de la mujer en varias áreas de la vida es importante, es en el hogar en donde su labor, despreciable por humilde a los ojos del mundo, es indispensable e invaluable a los ojos de Dios. Para la realización de la trascendental empresa que Dios ha confiado a la mujer, contamos con la Santísima Virgen. Que, guiadas por Ella, las madres no nos contentemos con educar para el triunfo momentáneo y que nuestro primer y gran objetivo sea, formar hijos, cuyo principal anhelo, sea servir a Dios. Porque no hay contribución ni aspiración más grande que formar almas, para la vida eterna.
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