Venimos de esa práctica tan singular de “poner la mano en el fuego” para demostrar la propia inocencia. Sí, claro, la inocencia había que demostrarla. Y no bastaba cualquier argumentación. La prueba tenía que ser tan definitiva como el fuego. Contando con que Dios, para evitar que fuese condenado un inocente, haría que el fuego no le quemase la mano. En respuesta a esa práctica tan insostenible, con la que era tan fácil condenar a un inocente, surgió la figura jurídico-judicial de la “presunción de inocencia”; es decir, el principio de que ningún acusado ha de demostrar su inocencia, sino que es el acusador quien ha de demostrar la culpabilidad del acusado.
La “presunción de inocencia” no es, efectivamente una figura retórica o un latiguillo mediático para no “estigmatizar” en los medios a un acusado. No es eso, en absoluto. Es exclusivamente una figura jurídico-judicial (por cada vez que la invocan los tribunales, los medios la invocan mil veces) que establece que en los procedimientos judiciales -no en los administrativos, que presuponen siempre la culpabilidad- no es el acusado quien ha de demostrar su inocencia, sino que es el acusador quien ha de demostrar la culpabilidad del acusado. Y si no lo consigue, el tribunal lo declara inocente. ¿Porque ha quedado demostrada su inocencia? No padre, sino porque ni el acusador ni el tribunal han podido demostrar la culpabilidad del acusado.
Porque es totalmente obvio que la noticia que dan los medios acerca de un delito, parte de la presunción de culpabilidad (¿qué noticia es ésa, si no?); e igualmente obvio que el sistema judicial actúa a partir de la presunción de culpabilidad: de lo contrario, no habría tribunales ni juicios. Lo básico es que esa evidente presunción de culpabilidad no ha de contaminar el procedimiento. Lo fundamental es que el acusado ante un tribunal moderno, no tendrá que poner la mano en el fuego para demostrar su inocencia. Que a quien le toca quemarse es al acusador para demostrar la culpabilidad. Y si a pesar de tener la más absoluta certeza, no consigue demostrarla judicialmente, no le queda más recurso que resignarse.
Pero claro, entretanto hemos llegado al “hermana, yo sí que te creo”, que se ha instalado en algunos tribunales como estuvo instalada antaño la prueba del fuego. Prueba de la inocencia, claro está. Y eso ha ocurrido a partir de la obviedad de que, por naturaleza, en los delitos sexuales, la capacidad de ser agresor está en el hombre, y la de ser agredida está en la mujer. Es decir que en principio es tan creíble la acusación de que un hombre ha agredido sexualmente a una mujer, como increíble sería en principio la acusación de que una mujer ha agredido sexualmente a un hombre: por ejemplo, que le ha violado. Eso hace evidentemente muy difícil el juicio, con el doble riesgo de que queden impunes agresiones de hombres a mujeres, por extrema dificultad de demostración, y de que sean injustamente acusados y condenados hombres sin posibilidad alguna de demostrar que esas acusaciones son falsas. Ambas situaciones se dan. En los tiempos de la prueba del fuego y mucho más acá, era la familia la que mantenía la justicia con métodos totalmente expeditivos. Y el balance final de defensa efectiva de la agredida, dejaba en mantillas al actual sistema que ha puesto esta defensa en manos del Estado.
Pero vamos al tratamiento “judicial” dentro de la Iglesia de los abusos sexuales del clero, en los que el papel de agresor corresponde por naturaleza al clérigo, y el de agredido al menor. ¿Qué ocurre? Pues ocurre que, igual que se ha instalado en la sociedad y en sus mecanismos de “defensa” del agredido (se evita llamarlo “el débil”) la inclinación a suponer de entrada la culpabilidad de aquel al que la naturaleza le ha dotado de capacidad de agredir, es decir, la culpabilidad del hombre frente a la mujer, otro tanto ocurre con los abusos del clero, en que la sociedad (¡y la Iglesia más que nadie!) está inclinada a admitir a priori la acusación de abusos contra un clérigo. Ese apriorismo está cargado de lógica. Pero no basta la lógica para condenar a un acusado.
Y más difícil tiene el clérigo defenderse de esas acusaciones que lo tiene un hombre ante las acusaciones de una mujer, porque ahí hay un factor añadido, y es el odio a la Iglesia y a lo que ésta representa. Palpablemente demostrado en el hecho de que, siendo la Iglesia Católica la última en el ránking total de los abusos, es prácticamente la única perseguida, acusada y condenada por los medios y ya de puestos, por los tribunales. El juicio del cardenal George Pell, recién fallecido, es un gran ejemplo.
Y del mismo modo que ahí está la posibilidad de sacarle una mujer ventaja a un hombre judicialmente mediante acusaciones de toda clase de agresiones, incluidas las sexuales (y aunque porcentualmente esos casos sean menores, numéricamente son importantes), por lo que los tribunales han de aplicar obligatoriamente el criterio de presunción de inocencia, del mismo modo existe la posibilidad de que por iguales razones y por otras añadidas, un clérigo sea acusado en falso de abuso sexual sobre menores. ¿Cuál es el porcentaje de acusaciones falsas? Seguramente menor, ínfimo si se quiere; pero esas acusaciones falsas existen. El caso del cardenal Pell es paradigmático. Eran bastantes los que le tenían ganas. Esa es la razón por la que también en la investigación de los casos de pederastia del clero, para evitar la condena de un inocente es obligatorio partir de la presunción de inocencia. ¿Que la inmensa mayoría de acusaciones son fundadas? Cierto, ciertísimo, como ocurre en la inmensa mayoría de acusaciones de agresión sexual de hombres contra mujeres. Pero como tanto en un caso como en el otro existe y se da con mayor o menor frecuencia la acusación falsa, es preceptiva (no en los medios, sino en los tribunales) la invocación del principio de presunción de inocencia.
No es un tema de opinión, sino una cuestión procesal. Se presuma lo que se presuma (porque si en el plano de la opinión no hubiese presunción de culpabilidad, no habría manera de encausar a nadie), la inocencia no hay que demostrarla judicialmente: eso significa presunción de inocencia, que cualquier juicio queda viciado, si el encausado ha de demostrar su inocencia. No, no, la inocencia no puede estar sometida a demostración ni a pruebas; lo que hay que demostrar es la culpabilidad. Y no vale que uno no tenga manera de demostrar su inocencia, eso no lo hace automáticamente culpable. Más aún, es un abuso de procedimiento forzar al acusado a demostrar su inocencia (lo que le ocurre demasiado a menudo, sobre todo ante la Iglesia, al cura acusado de abusos). Porque no es el acusado quien ha de demostrar su inocencia, sino el acusador quien ha de demostrar la culpabilidad del acusado. Y si no la puede demostrar, ahí se acaban sus recursos.
Es patente que desde hace algo más de medio siglo, se les llena la boca a todos, sobre todo a los “comunicadores” con el latiguillo ése de la “presunción de inocencia”, que es una figura jurídica, como el hábeas corpus, no una figura retórica o comunicativa a la que le han cogido gusto: probablemente por presumir de culturilla jurídica.
Ahora bien, esa ridícula insistencia sobre la presunción de inocencia de aquellos a quienes no compete invocarla (y que la invocan justo al tiempo que buscan todas las maneras de culpabilizar al inocente que dicen defender), ha acabado creando una especie de fetiche informativo que no hace más que vulgarizar y ridiculizar esa figura jurídica. La presunción de inocencia compete al procedimiento judicial, no a los códigos informativos ni a los libros de estilo de los medios; que, en todo caso, tanto más la proclaman cuanto más la conculcan.
Hemos visto esto de forma sangrante en la causa general abierta por los medios (sí, claro, por los medios) contra la Iglesia por los abusos de pederastia del clero católico. Por supuesto que todo ese circo mediático partía de la indiscutible presunción de culpabilidad del clero. Así ha funcionado la cosa, cuando en el panorama general de esta lacra social, el clero católico ocupa un ultimísimo lugar entre los colectivos que incurren en ella. Ahí tenemos el caso de pederastia rematada con el doble negocio de pornografía infantil (por citar uno solo), del fotógrafo Cote Cabezudo: no hay manera ni de que salte a los medios, ni de que prospere judicialmente, ni de que el Ayuntamiento de San Sebastián explique qué servicios le compraba a Cote Cabezudo, ni de que Disney lance finalmente la serie de reportajes que compró y pagó sobre el caso. Porque claro, todo está presidido por la sacrosanta presunción de inocencia del sujeto. Con miles y miles de videos y fotos colgados en las redes de la rentabilísima pornografía infantil que resultaba de las actividades practicadas en el centro de negocio de ese sujeto.
Pero el problema inmensamente grave es que la Iglesia, que tiene un código de derecho (el Derecho Canónico) para juzgar en su propia jurisdicción los delitos de los clérigos, ha comprado encantada esa presunción de culpabilidad que han lanzado sobre ellos los medios, de manera que cualquier clérigo incurso en una causa, prefiere con mucho ser juzgado por un tribunal civil, que por un tribunal eclesiástico. Ahí tenemos el caso del cardenal Pell, acusado por dos menores de que, cuando era obispo de Melbourne en los años 90, abusó de ellos tras la celebración de una misa en un prestigioso colegio católico. Y como el juez le tenía ganas, fue condenado a seis años de prisión en primera instancia y encarcelado.
Recurrió al Tribunal Supremo y fue absuelto. Según la defensa, los dos jueces que ratificaron la condena (mientras otro optó por revertirla) cometieron un error al requerir que Pell demostrara su inocencia frente a los delitos que se le atribuían. La máxima instancia judicial de Australia anuló la condena de prisión impuesta contra el cardenal George Pell, al considerar que existió «una posibilidad significativa de que una persona inocente haya sido condenada porque las pruebas no establecieron la culpabilidad con el nivel de prueba requerido«, según la decisión, que ya no puede ser recurrida.
En este panorama de linchamiento mediático, la práctica jurídico-eclesial se ha dejado arrastrar una vez más por el mundo y su presunción de culpabilidad para los clérigos. Con la condena de linchamiento incluida, sin más juicio que el mediático, impregnado todo él de odio a la Iglesia. Eso no le ocurre nunca al Estado que, en sus instituciones asistenciales, ha demostrado tantas veces cómo la tutela de los menores ha sido la tapadera de terribles abusos sexuales a los menores tutelados por la Administración. Ahí está en Valencia el ex de Mónica Oltra o el caso de Mallorca, por citar algunos. Pero parece que el Estado nunca peca… Eso sólo es para los curas. Y hemos comprado el discurso.
Ser miembro de la Iglesia en estas condiciones se ha vuelto durísimo. El sacerdote vive en una inseguridad jurídica escalofriante, que empieza en igual inseguridad mediática. Si hubiese grandes corporaciones que, a semejanza de la Iglesia, tuviesen su propia justicia interna, y ésta se pareciese a la eclesiástica, es decir, al Derecho Canónico tal como hoy está escrito y se aplica, seguro que esa corporación caminaría inexorable hacia la extinción: le costaría cada vez más encontrar empleados que aceptasen esos peligrosísimos niveles de inseguridad jurídica, por bien que les remunerasen, que no es precisamente el caso de los sacerdotes.
Los delitos -los que sean- nunca pueden ser relativos a quien los comete y la presunción de inocencia únicamente puede mantenerse con un proceso penal (algo a lo que la Iglesia ha renunciado en aras de la rapidez). Es decir, hay que demostrar la culpabilidad, fuera de toda duda razonable, con un juicio oral (con abogado, fiscal, testigos) y con una motivada sentencia pública firmada por un juez. El procedimiento administrativo con una sentencia anónima e inapelable, al que nos tiene acostumbrados la justicia eclesiástica, no deja de ser un juicio sumarísimo donde la presunción de inocencia se convierte en un brindis al sol, por mucho que se afirme lo contrario.
Si el sentido amplio de la Fe y por ende del Derecho Canónico es la enmienda del error humano a través de la pena, y con ésta de evitar el escándalo, aquí con frecuencia se da precisamente lo contrario: se humilla al hombre y su dignidad importando sólo su castigo, y se magnifica así el escandalo… Es decir, una especie de juicio final mundano, chabacano y ateo, del cual hemos de pedir fervorosamente al Cielo que, en su misericordia, nos libre.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro. https://www.sacerdotesporlavida.info
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