Se puede decir, con Blanc de Saint Bonnet en «La legitimidad», que el Imperio Napoleónico fue la coronación del liberalismo o, en otras palabras, la instalación del cesarismo: la más perfecta sustitución de Dios por el hombre y de la Iglesia por el Estado que jamás se realizó, aparte del Imperio Romano o, si se prefiere, del Imperio Otomano.
Con esto se abre la puerta al socialismo y al comunismo. Porque el liberalismo conduce fatalmente al comunismo, no por vía de reacción, como declaman algunos sociólogos aficionados, sino por su propia esencia, por sus propias características. El liberalismo generó el ateísmo, por su desprecio de la fe, y por la libertad sin límites concedida al error religioso y social. Enseguida, solapó la propiedad privada en su propia base por la manera de tratar los derechos de la nobleza, de expropiar los bienes de la Iglesia, de disponer arbitrariamente del patrimonio familiar, de consentir en los abusos de la vida económica y en la explotación del hombre por el hombre.
Finalmente, el liberalismo instaló en los Estados la fuerza brutal de las masas, entregando el poder atado de pies y manos al sufragio universal. Ahora, el comunismo toma como base el ateísmo, como fin la usurpación del capital y como medio la fuerza empleada por las masas.
El punto general de convergencia de toda la obra revolucionaria es la radical negación del reino social del Divino Salvador. De este modo, decía el cardenal Pie, el error dominante, el crimen capital de este siglo es la pretensión de sustraer la sociedad al gobierno y a la ley de Dios. El principio colocado en la base de todo el moderno edificio social, es el ateísmo de la ley y de las instituciones. El principio de la emancipación de la sociedad humana en relación al orden religioso permanece en el fondo de la situación, es la esencia de aquello a lo que se da el nombre de tiempos nuevos.
El católico para no desertar de su fe, como miembro de la Iglesia militante, debe, por lo tanto, luchar por la restauración del Reino de Cristo, como única vía para la restauración de la verdadera civilización, que es la civilización cristiana. Y si Jesucristo es Rey de toda la creación, tenemos en su Santísima Madre la Reina de Cielos y Tierra. Jesucristo que vino al mundo por medio de la Santísima Virgen es también por ella que debe reinar en el mundo. Esa devoción a la Señora de todos los Pueblos es el último eslabón de una cadena de verdades cuyo primer eslabón es el dogma de un Dios creador, y es ese último eslabón el que necesita la sociedad humana, amenazada de caer en el abismo del naturalismo y del comunismo. Las cuestiones más graves, las consecuencias más grandes para el orden humano y social dependen de esos artículos de fe, de esos puntos del dogma, relegados hoy al interior de las almas.
Este artículo se publicó originalmente en https://plineando.blogspot.com/
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