P. Custodio Ballester
Ilustrísimo Sr. Alcalde de Illueca, Ilustrísima Corporación Municipal, D. José Javier Forcén, amigo y mentor, D. Javier del Olmo, Dr. en Antropología Filosófica por la Universidad de Barcelona, queridos paisanos del cardenal de Aragón:
El 23 de mayo de 1423 entregó su vida a Dios en el castillo de Peñíscola D. Pedro de Luna y Martínez de Gótor, tras una agitada vida llena de vicisitudes y traiciones. Pocos años antes de su muerte, Benedicto XIII evocará con emoción la casa paterna de Illueca y a su señora madre, Dª María Pérez de Gótor: “Primeramente debo confesar la fe católica; por su declaración os digo que, en la medida que aquí recuerdo haber oído y escrito, como puedo en parte recordar y en parte he aprendido de mis educadores, yo mismo, quien hablo, fui educado desde el vientre de mi madre hacia esta luz y dirigido en la fe de Cristo a penas conocidos superficialmente en la infancia los primeros rudimentos de las letras entre maestros católicos; según la capacidad de mi rudo ingenio fui informado de alguna manera en la ciencia del derecho y por la doctrina de quienes la aprendí o por el exquisito conocimiento de las artes externas.
La historiografía oficial, escrita siempre por los vencedores, ha infamado la memoria de Benedicto XIII calificándolo en el concilio de Constanza como hereje, perjuro, “un motivo de escándalo para la Iglesia universal, un promotor y criador de cisma, un obstructor de la paz y la unidad de la dicha Iglesia, un perturbador cismático y un hereje, un desviador de la fe, un violador persistente de la unidad de la Iglesia…”
Seiscientos años después de su muerte, nuevos estudios e investigaciones académicas -siempre desde ámbitos universitarios, nunca eclesiásticos- han arrojado nueva luz sobre este azaroso período de nuestra historia. Y somos nosotros en esta apacible tarde de primavera, en la que nos preparamos para celebrar la santa Misa en sufragio por el alma de nuestro papa, los que nos escandalizamos hoy por la injusta condena de aquel “gran aragonés de vida limpia, austera, generosa y sacrificada por una idea del deber”.
Pero, ¿cuál fue ese deber? El que le confió el propio Cristo al ser elegido Sumo Pontífice: “¿Pedro, ¿me amas más que estos? Apacienta mis corderos” (Juan 21, 15). El día de su cuasi unánime elección en el cónclave de Aviñón, fue plenamente consciente de la responsabilidad que asumía como príncipe de los apóstoles al gobernar una Iglesia trágicamente dividida en dos obediencias. Aquel día, seguro que en su corazón resonó con fuerza la palabra del Señor: “¡Simón, Simón! Mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo; pero yo he rogado por ti. Y tú, cuando te recobres, confirma en la fe a tus hermanos” (Lucas 22, 31). Esa es la idea del deber por la que D. Pedro Martínez de Luna y Pérez de Gótor sacrificó su vida. Es decir, el deber que convirtió su existencia en una ofrenda de alabanza a Dios y de fidelidad a la Iglesia de Jesucristo.
Así pues, Benedicto XIII, ya no vivió para sí mismo, sino para la misión que Cristo mismo le había confiado: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mateo, 16.13). Y fueron precisamente los principados y las potestades de las tinieblas, más que la gente de carne y hueso, las que marcaron el cuerpo y el espíritu del papa Luna con profundas heridas que sólo hallaron cura y consuelo perseverando junto a la Cruz de Jesús (cf. Efesios 6,12). Por ello, precisamente, meditaba en el Libro de las consolaciones de la vida humana: “No puede ser un hombre siervo de Jesucristo, sin la tribulación; y si piensas vivir sin tribulaciones o persecuciones, no has comenzado a ser cristiano”.
La lucha vital de Benedicto XIII no fue la de enrocarse en sus trece y así empecinarse en su legitimidad como papa indiscutido, sino la defensa del Pontificado católico, tal como fue pensado e instituido por Aquel que lo confirió al apóstol Pedro y a sus sucesores.
Poco después de su elección como sucesor de Clemente VII en 1394, las presiones del rey de Francia provocarán la defección de la mayoría de sus cardenales: que le abandonarán, sitiado en el palacio de Aviñón durante varios años. Allí escribirá el Tratado de nuestro señor el Papa, sobre el sub-cisma hecho contra él por los cardenales. Se nombra este documento (siguiendo el uso respecto a los documentos papales) por sus primeras palabras: Quia ut audio (“Puesto que como oigo”).
En él escribirá Benedicto XIII, con absoluto rigor doctrinal y lógico, que la unidad de la Iglesia será imposible mientras perdure la rebelión de los cardenales contra el Papa: “Para alcanzarla -la unidad de la Iglesia- es necesaria la oración” -dice D. Pedro de Luna-, como la que él mismo propone en fervorosa loa y alabanza al Padre para mantenerse firmes en la posesión de la verdad del Evangelio: un solo rebaño y un solo Pastor, es decir, Jesucristo en el cielo; y en la tierra, su vicario Benedicto. Son los mismos sentimientos de Cristo los que animan al papa Luna a parafrasear las palabras de su Maestro: Tengo otras ovejas que no son de este redil; a esas también me es necesario traerlas, y oirán mi voz, y serán un rebaño con un solo pastor, leemos en el Evangelio de san Juan (10,16).
Cuando en 1403, ayudado por un comando enviado por el rey de Aragón, huye disfrazado del Aviñón sitiado, comenzará un largo periplo de negociaciones con la sede romana al objeto de lograr la unidad eclesial. Emprenderá un accidentado viaje en barco hacia Italia. Envía continuamente emisarios tanto a Bonifacio IX, sucesor del enloquecido Urbano VI, como a Inocencio VII, que rechazan cualquier propuesta de acercamiento. Finalmente, con la elección de Gregorio XII parece que la unidad podrá lograrse. Sin embargo, tras un inacabable juego del escondite en tierras italianas, el romano se negará a encontrarse con nuestro Benedicto XIII. Esto provocará una rebelión de cardenales de las dos obediencias, que convocarán un concilio en Pisa, el cual originará una división mayor.
Es entonces cuando el papa Luna escribirá Sobre el nuevo sub-cisma: Tratado del señor Benedicto, papa XIII, contra el concilio de Pisa. Tras argumentar largamente sobre la ilicitud de una asamblea conciliar convocada sin el consentimiento de ningún papa, destruyendo así la unión entre la cabeza y los miembros de la Iglesia, manifestará que ante tamaño despropósito sólo Nos queda a nosotros los católicos, por la misma y con la misma Iglesia madre nuestra, rogar suplicantes al Señor, que no permita que se subdivida aún más y que se vea turbada por la tan peligrosa incursión de sus malignos enemigos, la Iglesia que fundó con la infusión del Espíritu Santo en la verdad de la unidad, sino que se digne infundir en sus corazones la luz de la verdad, de manera que bajo la protección de la misma Madre se unan en el consorcio de los católicos, no fingidamente como suelen, sino verdaderamente y fijamente, jurídicamente y católicamente.
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Posteriormente, al pergeñarse el concilio de Constanza bajo la influencia del emperador Segismundo y la engañada complicidad del pisano Juan XXIII, el papa Luna manifestará su temple católico en su tratado De Concilio Generali. Ahí profesará la fe católica con la que acostumbra a comenzar sus escritos importantes. La proclama es de esta manera: Lo que sostiene y enseña la Santa Iglesia Romana, eso mismo creo y sostengo, y lo que rechaza, rechazo; y lo mismo recuerdo hasta el presente haber creído y sostenido, y me empeño siempre en creerlo y sostenerlo en el futuro.
Para desgracia del Papa Luna, a Pisa le sucedió el concilio de Constanza que, en su 37ª sesión (27 de julio de 1417), llegó a condenarle, excomulgarle y deponerle, previo el abandono de su obediencia por parte de la nación hispana, escenificado en el reino de Aragón el día de Epifanía de 1416 con el sermón de San Vicente Ferrer en Perpiñán. Ante esa penosa circunstancia y sin tardanza, tras la muerte del rey Fernando de Antequera, respondió Benedicto XIII con un breve tratado titulado Sobre el horrendo y funesto caso de la sustracción de la obediencia al papa en el Reino de Aragón. En este opúsculo defenderá su legitimidad pontificia, lanzará anatema contra el monarca y cuantos, secundando los decretos reales, se aparten de su pontificia obediencia. Señalará también Benedicto XIII las perniciosas consecuencias de la sustracción y reclamará al nuevo rey la reintegración de la obediencia que le negó su padre, el desagradecido Fernando de Antequera, al que D. Pedro de Luna hizo rey de Aragón en el Compromiso de Caspe.
En este documento intenta el papa Luna convencer al rey Alfonso para que retorne a su obediencia y no acuda al conciliábulo de Constanza. Sus asamblearias decisiones serán condenadas oficialmente por D. Pedro de Luna el 22 de agosto de 1418 con una bula pontificia, afirmando que su búsqueda de la unión ha sido una falacia (violenta fallacia quam emuli nostri fingunt unitatem Ecclesie: violenta falacia que nuestros competidores fingen que es unidad de la Iglesia). En definitiva, solamente Benedicto XIII es verdadero papa, pues el papa Clemente (VII) y su sucesor fueron elegidos por un verdadero colegio de cardenales y por ellos, en nombre de la Iglesia universal, recibidos y aceptados. Así pues, el Papa Clemente mientras vivió y ahora el Papa Benedicto deben ser obedecidos indudablemente como sucesor de Pedro en cuanto a la necesidad de la salvación. Por lo cual, Benedicto XIII ha de ser considerado el Romano Pontífice sin excepción de la Iglesia universal, de manera que hoy para obtener la salvación es necesario obedecer al papa Benedicto.
Las exhortaciones del papa Luna parecieron caer en el saco roto de la laxa conciencia del rey Alfonso, continuador de la infidelidad de su padre, Fernando de Antequera, a quien Benedicto XIII hiciera rey de Aragón. Inmediatamente, la sustracción de obediencia se materializó en las medidas coactivas que acabaron aislando a D. Pedro de Luna en la soledad de la roca de Peñíscola. Sólo unos pocos escogidos le permanecieron leales entre tanta traición. Aún éstos protestaron ante Alfonso el Magnánimo de que, contra lo que se afirmaba en Constanza, jamás habían hecho sustracción de obediencia al papa Luna. Y es que la desinformación fabricada por el poder político no es patrimonio exclusivo de nuestros días.
Un año más tarde, el 1 de abril de 1417, la asamblea de Constanza procesó a Benedicto XIII en ausencia y, contra los deseos del concilio, la comisión que preparaba la acusación no pudo alegar contra él nada más que su obstinación a no renunciar al papado, anulando todas sus sentencias pontificias excepto las que favorecían a sus propios detractores. Y es que el poder es así de siniestro… Al fin, el 26 de julio le condenaron y despojaron ipso iure (la ley que habían fabricado para esta sola y única ocasión) del Sumo pontificado y le excluyeron de la Iglesia católica como rama seca. La “autoridad” del concilio se había tornado omnímoda.
Por el contrario, el Dr. Alanyà, canónigo archivero de la diócesis de Tortosa, afirmará sin pestañear que “no presentando su defensa personal Benedicto XIII por sí o por procurador, el concilio faltó a toda ética en el proceso contra el papa al no nombrar un defensor de oficio, con lo cual la parte acusada estuvo en total indefensión y la sentencia, que pronto acabó emitiendo el concilio, carecía de todo valor por injusta, parcial, falsa y anticanónica”. Y es que los tribunales eclesiásticos casi siempre han adolecido de una manifiesta falta de imparcialidad. Ahí está el fraudulento juicio a los templarios y el hediondo proceso contra Santa Juana de Arco.
Cuando aparecieron en Peñíscola dos benedictinos -cuervos del conciliábulo los llamó Benedicto XIII al verlos-, enviados desde Constanza para inducir al papa Luna a sumisión a la asamblea conciliar patrocinada y dirigida por el emperador Segismundo, constataron por carta lo poco que habían impresionado al pontífice los decretos asamblearios y los monitorios que le habían leído. Era lógico. La postura del papa Luna estaba sólidamente fundamentada en la doctrina católica sobre el papado y en la lógica de sus argumentos canónicos para rechazar la validez de un concilio que pretendía condenarle sin mirarle siquiera a la cara.
La respuesta de Benedicto XIII a la arrogancia de los enviados fue tajante y rotunda: No está en Constanza la verdadera Iglesia. Y, dando un golpe con su diestra en la cátedra papal, añadió: ¡Esta es el Arca de Noé! Y continuó: “Es verdad que he prometido en el cónclave que iría hasta la unión de la Iglesia, incluida mi renuncia, pero no antes de haber agotado todos los otros medios. Es así que yo soy el único juez de estos medios y que están muy lejos de haberse agotado. Luego no estoy obligado a cumplir mi promesa de renuncia. Además, yo envié a Constanza a mis embajadores. En todos los puntos soy invulnerable. Se me llama hereje y cismático. Yo soy el papa. Los herejes y los cismáticos están en Constanza. Sin ellos el cisma habría ya terminado hace un año y medio”.
Cuando en 1421 la reina María de Castilla, en ausencia de su marido el rey Alfonso, había intensificado el cerco a Peñíscola y manifestaba su voluntad de tomar al asalto el lugar y el castillo, coincidiendo con el aislamiento y estrechez del papa Luna y los cardenales y curiales que le acompañaban, diría el obispo de Barcelona Climent Sapera antes de pasarse a la obediencia de Martín V: En el Arca de Noé que flota y preserva la humanidad escogida por Dios en medio del diluvio universal; y en la Casa de Dios es donde está la verdadera Iglesia porque en ella está el verdadero vicario de Cristo, sucesor de Pedro – ubi Petrus, ibi Ecclesia-, y porque en ella se preserva, mantiene y enseña la verdadera doctrina católica.
Por ello, el papa Luna instituye a los pocos cardenales que le seguían fieles en la amarga soledad de Peñíscola herederos de la verdad y justicia, las cuales, Dios es testigo, supe que yo he poseído legítimamente el patrimonio de Cristo y la heredad de la Iglesia militante, la cual, aunque se ataque tiránicamente por intrusos y cismáticos, siempre yo conservo su posesión con verdadero dominio, como os la dejaré para ser conservada por mis sucesores.
La misma Madre la Iglesia -afirmará luego el papa Luna- por todas partes miserablemente es combatida por las infructuosidades externas de las persecuciones y los conflictos interiores de los vicios. Perenne verdad que acompaña a la comunidad eclesial a lo largo de los siglos…. Al mismo tiempo, Benedicto XIII expresa su confianza de que quien nos eligió para este ministerio nunca abandona a la Iglesia, su esposa, sino que siempre la gobierna e instruye, y a vosotros, fieles padrinos (cardenales y eclesiásticos leales), os confía su custodia en los conflictos de las presentes guerras, para que, siendo él mismo quien la dirige, si se presenta el caso (el fallecimiento del papa Luna), la conservéis y entreguéis sin mancha al verdadero Esposo.
A pesar de la distancia que nos separa de estos hechos, la egregia figura de D. Pedro de Luna se alza todavía enhiesta, desafiando el politiqueo eclesiástico y el inexorable paso del tiempo. En la soledad de la roca de Peñíscola aún parecen resonar los pasos del anciano pontífice, solo y abandonado casi por todos los que de él recibieron tantos beneficios. Y en el romper de las olas en ese rincón de mundo, se escucha todavía el eco de aquellas proféticas palabras que -dice la tradición o la leyenda- dirigió D. Pedro de Luna a los emisarios que le intimaban de nuevo a la abdicación. En Colliure, desde la galera pontificia que le llevaría al definitivo exilio, exclamó: Decidle al rey Fernando… Me, qui te regem feci, mittis in desertum: “A mí, que te he hecho rey, me mandas al desierto. Tus días están contados, tu vida será corta. Tu raza incestuosa, no reinará hasta la cuarta generación”.
Y aunque la profecía de Benedicto XIII cabalmente se cumplió, tenemos la convicción de que las palabras del papa Luna, duras donde las haya, no eran de condenación, sino una llamada a la conversión a la verdadera Iglesia para aquel rey que la había abandonado. El apesadumbrado corazón del papa Luna, ya a las puertas de una cercana muerte, pudo todavía exclamar con aquella fe sencilla y profunda que había aprendido desde el vientre de su madre: Tras las fatigas de esta vida, tanto presentes como futuras, confiado en la divina misericordia me acercaré al Señor, compasivo y bueno, esperando alcanzar en la gloria el premio prometido por Cristo a cuantos padecen persecución por la justicia.
Que así sea.
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