El 30 de mayo de 1431 Juana de Arco fue conducida a la antigua plaza del mercado de Ruan y atada a una estaca rodeada de un montón de leña. De su cuello colgaron un cartel con las palabras: Hereje, apóstata e idólatra. Es indignante la injusticia de ese cartel. Era una santa que había cumplido la misión que Dios le dio de salvar al pueblo francés. Y ahora iba a ser quemada en la hoguera por orden del arzobispo francés Cochon, presidente del tribunal.
Ella decía que esas voces le llegaban del Cielo, y que fue siguiendo las órdenes de esas voces y a través de la fuerza que le comunicaron, que había logrado la liberación parcial de Francia y la restauración del rey legítimo. Al contrario, el tribunal mixto, eclesiástico y civil, que le juzgó, afirmó que todas esas maravillosas victorias se lograron a través de la brujería, porque ella había hecho un pacto con el diablo. Por tanto, según ellos, las voces procedían del infierno. Por eso fue condenada como hereje y bruja. El problema no era determinar si las voces eran ciertas o no. Nadie cuestionó ese hecho, porque todavía no estaban bajo la influencia deletérea de la duda sistemática del protestantismo. La gente tenía fe y sabía que este tipo de comunicación no era rara.
Justo antes de morir, pidió una cruz, porque una afirmación hecha en presencia de la cruz es mucho más grave. Cuando las llamas crecían rápidamente, ya que la madera estaba empapada de aceite, y aún no habían llegado a las partes vitales de su cuerpo, gritó con fuerza: “¡No me equivoqué, las voces venían del Cielo!”. Una guerrera hasta el final, murió luchando. No murió dócilmente permitiendo que sus enemigos la mataran, sino murió gritando un desafío, una protesta y un estímulo a la resistencia: “franceses, sigan luchando, porque las voces por las que les llevé a la victoria realmente eran órdenes del Cielo. Él les dará la victoria completa”. Para este grito eligió el momento perfecto, supremo y más trágico, el momento en que ya estaba siendo consumida por el fuego. Los miembros del tribunal asistieron a la escena, los 600 soldados ingleses haciendo guardia, la multitud católica mirando.
En ese momento crucial, ningún lamento de dolor, llamó en voz alta a San Miguel, su gran protector. Después de eso, como Nuestro Señor que gritó en voz alta antes de expirar, ella también gritó en voz alta que se podía escuchar en toda la plaza: “sepan todos, amigos y enemigos, hombres de mi tiempo y hombres del futuro hasta el fin del mundo, sepan que las voces que escuché vinieron del Cielo. Con esta última proclamación, mi misión está cumplida”. Este testimonio dado en la hora de su muerte es un acto supremo de heroísmo, más digno que su entrada triunfal en Reims junto al Rey que sería allí coronado.
Las llamas consumieron el cuerpo, pero preservaron su corazón. Tener corazón no es ser sentimental. Tener corazón es tener fuerza de alma, gran valor, amor por las cosas elevadas, amor por la misión sobrenatural que Dios nos dio. Y si alguna vez alguien tuvo corazón, esta fue Santa Juana de Arco. Fue un milagro confirmar lo que acababa de afirmar minutos antes. Ella ya estaba en el Cielo, pero su corazón todavía estaba en la Tierra confirmando la verdad de lo que había dicho.
Los ingleses comprendieron muy bien el peligro de mantener ese corazón, temían la devoción que inspiraría, así como los judíos temían al cadáver de Nuestro Señor y enviaron guardias para vigilar el Sepulcro, por lo que arrojaron su corazón al río Sena junto con sus cenizas. Es la dureza característica de los impíos, lo cual no debe sorprendernos.
Este artículo se publicó inicialmente en https://plineando.blogspot.com/
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