Actualmente son pocos los que no quieren ver que las democracias actuales de corte liberal atraviesan una gran crisis que vaticina un próximo cambio en la organización política de las sociedades occidentales. Resulta irónico comprobar como cuanto más se habla de pueblo soberano, sin embargo, la realidad desmiente esa ficticia soberanía para constatar que estamos en realidad ante un pueblo domado, y servil a los caprichos de una plutocracia deshumanizada. Actualmente en todas las democracias el pueblo empieza a manifestar su desilusión, desafección y desconfianza respecto a los gobernantes, a sus partidos, a los sindicatos, y a las instituciones políticas, ya sean nacionales o supranacionales.
En las democracias participativas la soberanía no solo ha sido robado al pueblo, sino también a las naciones, por cuanto los organismos internacionales de corte no democrático acaparan las competencias que históricamente han sido propias de los estados nación, por lo que las democracias representativas se han convertido en un gran teatro en la que el pueblo únicamente cumple el papel de pasivo espectador que comparece cuando es convocado en las comparsas electorales.
En su obra «La mentira del pueblo soberano en la democracia» el italiano Emilio Gentile nos descubre la gran farsa democrática, y la prevalencia de las oligarquías de gobierno y de partido que han sabido instaurar regímenes corruptos y demagógicos que utilizan la manipulación de la opinión pública, y la degradación cultural, como principales armas de control social.
Como no recuerda Gentile, en teoría, en un Estado democrático el pueblo es soberano y ningún gobernante puede estar por encima del pueblo, pues de la voluntad de los gobernados deriva toda autoridad de los gobernantes, siendo el pueblo el que elige y revoca a sus propios líderes a través del sistema electoral. En este sentido, y cualquiera que sea el adjetivo que acompañe a las democracias (directa, representativa, deliberativa, participativa, liberal, popular …), la superioridad moral de las democracias reside en que las mismas son la expresión de la voluntad popular, sin embargo, la realidad se obstina en demostrar lo contrario: la voluntad popular se presente sojuzgada por gobiernos, partidos y élites que cumplen con su propia agenda, independientemente del sentir popular, aprovechando los gobiernos la mayoría obtenida en las elecciones para asumir comportamientos autoritarios consolidando su poder y persiguiendo a los opositores impidiéndoles la libertad de expresión, de asociación y de manifestación.
Ya en 1960 Raymond Aron afirmó que no estaba «seguro de que exista una democracia en el verdadero sentido de la palabra» porque si «conviene llamarse así al poder del pueblo, se puede llamar democrático a cualquier régimen, incluido un régimen totalitario que se apoya en la voluntad popular», y no le faltaba razón, pues es fácil constatar que actualmente casi todos los gobiernos del orbe se proclaman en sus constituciones y textos fundacionales como “democracias”, añadiendo a dicha palabra un adjetivo que especifica sus peculiaridades como ideal o como método de expresión de la voluntad popular, sin que exista movimiento, partido o régimen político que se profese abiertamente antidemocrático y que niegue públicamente la soberanía popular, como sí ocurría frecuentemente hasta el primer tercio del siglo XX.
En este contexto, y teniendo en consideración la desmovilización social, la falta de instituciones gremiales y de sociedades intermedias de corte tradicional, y la proscripción de la violencia como instrumento político, las elecciones son el único instrumento que teóricamente posee el pueblo para regir su destino. Sin embargo, la realidad es que entre los diferentes procesos electores siempre permanece la misma oligarquía de partidos políticos de corrupción y de demagogia que demuestran la realidad de dogma gatopardesco: «si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie» por cuanto los cambios de partidos políticos turnantes no ha servido para cambiar las políticas transversales que los diferentes gobiernos democráticos están desarrollando con el único fin de manipular a los pueblos; así Emilio Gentile con cierto amargor puede referir que «si la democracia es el poder del pueblo soberano y el pueblo soberano ya no tiene poder, la democracia deja de existir o se convierte en algo distinto de lo que ha sido hasta ahora. Y también el pueblo soberano se convierte en otra cosa». Efectivamente, tal y como ya observo Crouch «aunque las elecciones continúen desarrollándose y condicionando a los gobiernos el debate electoral es un espectáculo sólidamente controlado, dirigido por grupos rivales de profesionales expertos en las técnicas de la persuasión, y se ejerce sobre un número restringido de cuestiones seleccionadas por estos grupos [mientras los ciudadanos] desempeñan un papel pasivo, aquiescente, incluso apático, limitándose a reaccionar ante las señales que recibe. La política se decide en privado por la interacción entre los gobiernos elegidos y las élites que representan casi exclusivamente a los intereses económicos»
La soberanía de este modo se ha convertido en el gran ídolo falso de la modernidad, produciéndose desde la Revolución Francesa una de las empresas más desastrosas en la historia de la humanidad: el traslado de la soberanía de Dios al hombre y la proclamación de los seres humanos como dueños de su propio destino, prescindiendo incluso del determinismo biológico con los falsos dogmas de la ideología de género, siendo los regímenes democráticos occidentales una gran mascarada que tratan de esconder la identificación cada día más marcada entre las democracias occidentales, y las monarquías absolutas islamistas, en donde únicamente cambia la imposición de la falsa ley islámica, por la imposición de la totalitaria ley fruto de un parlamentarismo inorgánico y ficticio, hasta el punto que las élites económicas, y los principales organismos internacionales han iniciado ya de forma pública la defensa a ultranza del mercado libre, la adaptación de las democracias para reforzar el poder ejecutivo al modo chino, la burocratización de todas las áreas de la vida, la sobreconcentración del poder en la producción, y la globalización económica y cultural, reduciendo de esta forma las libertades de los pueblos que quedan reducidos a ser meros instrumentos en manos del capital transnacional, propagándose la apatía política, y minándose la participación del pueblo, reforzándose el poder los medios de comunicación mediante la manipulación informativa.
Que el gobierno de la mayoría tiende a la opresión y el abuso de poder es una realidad histórica innegable, que se trató de ocultar con la farsa de la soberanía, farsa que permitió a Mussolini definir la democracia como un régimen que «da al pueblo la ilusión de ser soberano, mientras que la soberanía verdadera y efectiva reside en otras fuerzas a veces irresponsables y secretas»
«La mentira del pueblo soberano en la democracia» es un libro de necesaria lectura para comprobar como estamos asistiendo «a la des-soberanización del pueblo soberano, que cada vez participa menos en el ejercicio de su soberanía, que siente expropiada por los mismos gobernantes que hoy sigue eligiendo.»
Reseña por Carlos Mª Pérez- Roldán Suanzes
- Datos del libro:
- Título: La mentira del pueblo soberano en la democracia
- Autor: Emilio Gentile
- Editorial: Alianza Editorial, Madrid 2018
- Páginas: 164
- ISBN: 978-84-9181-062-9
- PVP: 11,50 €
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