(Gaudium Press) Todo el mundo sueña, pero hay personas que sueñan más que otras. No hay daño en soñar, el daño está en solo soñar.
Hay quienes sueñan con cosas pequeñas y se consideran felices si logran lograrlas, y otros que sueñan con cosas grandiosas que, muchas veces, si se realizan, pueden cambiar la vida de muchos, como es el caso de los grandes inventos, que traen beneficios para comunidades enteras, quizás para toda la humanidad.
Sin embargo, hay quienes se pasan la vida soñando y quejándose de no tener o no poder conquistar lo que quieren. Entre ellos hay personas piadosas y bondadosas, personas que creen en Dios y rezan para que sus deseos se hagan realidad, pero nunca parecen ser escuchadas y nunca logran ponerse en camino. ¿Por qué ocurre eso?
Orar es importante; para ser más exactos, es fundamental. Sin embargo, orar no es suficiente. Si la persona no actúa, si no hace su parte, sobre todo, si no cambia de vida, si no marca el rumbo de su camino, no hay oración que le ayude.
Un ejemplo es la persona que bebe y se promete a sí mismo y a su familia que dejará de beber, sin embargo, no deja de frecuentar bares y otros ambientes que facilitan la práctica de la adicción, ni se distancia de aquellas compañías que sabe que lo irán tirar hacia abajo. El primer paso sería evitar por completo los ambientes nocivos y mantenerse lo más alejado posible de las personas que continúan bebiendo y que lo alentarán a beber también.
Muchos culpan a la religión…
A menudo, mirar el largo camino que tenemos por delante para alcanzar una meta es desalentador. Todo camino trae sus dificultades y desafíos, pero el peligro es ceder al desaliento, a la ociosidad o a la vana esperanza de que, si queremos algo, Dios nos dará lo que queremos sin que tengamos que poner de nuestra parte. No se puede recorrer ningún camino si no damos el primer paso.
Sacerdotes y consejeros espirituales hablan mucho sobre la importancia de la conversión y el cambio de vida. Es común que salgamos motivados de una Misa o de una consulta espiritual, seguros de que, después de escuchar esas exhortaciones y consejos tan importantes, por fin nuestra vida volverá a encarrilarse. Sin embargo, día tras día, todo sigue igual.
¿Qué hacen muchos en estas circunstancias? ¡Culpan a la religión! Dicen: “¿De qué sirve tener fe si nada me sale bien?” Es como ese tipo que tiene muchas ganas de ganar la lotería y le pide ayuda a su ángel de la guarda y a su santo de la devoción, pero nunca compra el billete ni juega su juego. ¡Obviamente, nunca ganará!
Para cambiar de vida y renacer espiritualmente, hay un primer paso muy importante: la confesión. Un buen examen de conciencia y una confesión bien hecha, este es un santo remedio para la mayoría de nuestros males. Pero, ante esta bendita actitud, surgen objeciones, algunas de ellas hasta aburridas, por tantas repeticiones: “¡No me confesaré con ningún hombre!”. “El sacerdote es un ser humano y también está sujeto al pecado, no por llevar sotana es mejor que yo”. “¡Mis pecados, los confieso a Dios!”
Huyendo de la medicina amarga
Estas y otras objeciones son solo excusas para evitar tomar la medicina, a veces amarga, pero necesaria. Sin este primer paso, el cristiano no avanza, el alma no se libera, la vida no fluye.
Se necesita mucha humildad para dar el primer paso, especialmente cuando caminas en la dirección de Dios. Los amigos se opondrán, a veces los familiares se opondrán y la mente misma se opondrá, presentando excusas para no dejar el camino del pecado y abrazar el camino de la fe y la regeneración.
Para evitar caer en estas trampas, dr debe ser pragmático: hacer lo que debe hacerse. De nada sirve querer cambiar tu vida y no avanzar porque sientes el peso de tus propios pecados, esquivando con engañosas justificaciones de que Dios no te ama ni te perdona.
Jesús murió en la cruz para salvarnos a pesar de nuestros pecados; Dios nos da nuevas oportunidades cada día, hasta el final de nuestras vidas. Necesitamos aprovechar estas oportunidades de redención, conscientes de que, inevitablemente, llegará el final de nuestros días y, si estamos atrapados esperando el momento ideal para actuar, no habrá mucha esperanza para nuestra alma.
No hay límites para nuestros sueños, siempre y cuando sean rectos, honestos y aspiren a lo mejor. Como decía Santa Teresa de Lisieux: “Dios no podría inspirarme deseos irrealizables, por lo que puedo, a pesar de mi pequeñez, aspirar a la santidad”. Este camino es el único que vale la pena seguir –incluso para ser santo hay que dar el primer paso– porque es el principio de la libertad que nos garantiza llegar al Cielo, si no retrocedemos en nuestra decisión de agradar a Dios en todo, haciendo siempre y en todas las cosas su voluntad y no la nuestra.
Por Alfonso Pessoa
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