(Gaudium Press) Al instituir los sacramentos, Cristo pretendía, entre otras razones, perpetuar su acción salvífica en la Tierra, encomendándola a la Iglesia. El Divino Maestro, durante el período de su vida pública, no sólo curó las enfermedades físicas, sino sobre todo las espirituales, como corresponde a los sacramentos de la Penitencia y de la Unción de los Enfermos (cf. Catecismo, n. 1421). .
Con respecto al sacramento de la Penitencia, se requieren tres actos del penitente para obtener el perdón de los pecados:
1) Contrición;
2) Confesión;
3) Satisfacción. [1]
La Contrición
“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (cf. 1 Jn 1, 8-9). Si reconocemos nuestros pecados, allí está Dios, fiel y justo, para perdonarnos y purificarnos de toda iniquidad.
Ahora bien, después de haber reconocido nuestras faltas, es necesario tener contrición, “[el] dolor del alma y aborrecimiento por el pecado cometido, con la intención de no volver a pecar” (DH 1676), porque cuando nos equivocamos, para recibir el perdón debemos demostrar que queremos ser perdonados con verdadero arrepentimiento. En esta línea San Juan María Vianney dice que son muchos los que se confiesan, pero pocos los que se convierten. De hecho, son pocos los que se confiesan verdaderamente arrepentidos…
Asimismo, cuando una persona ofende a otra, es necesario demostrar arrepentimiento. Así, la contrición es un elemento esencial para la absolución de los pecados cometidos por el movimiento de la propia voluntad. Sin este elemento, no hay más que palabras bellamente pronunciadas por el sacerdote (y/o el penitente) en el confesionario [2]. Por la misma razón, la gracia santificante que se produciría por la celebración del sacramento, no se da por falta de contrición [3].
Sin embargo, es necesario señalar que este “aborrecimiento del pecado cometido” puede ocurrir de dos maneras: por contrición o por atrición. La contrición procede del amor de Dios y del dolor de haberlo ofendido. La atrición es también dolor por el pecado, pero por temor a los tormentos del infierno, a los que tal falta puede conducir. Ambas no impiden la absolución sacramental, pero si el dolor que sentimos por el pecado es de contrición, tanto más perfecta y mejor será.
La confesión de los pecados
El segundo requisito para la confesión sacramental es la acusación de todas las faltas que causan la muerte del alma, es decir, de los pecados mortales (cf. DH 1680), malas actitudes que violan el decálogo y que se practican con pleno consentimiento (acto deliberado voluntad), pleno conocimiento y materia grave. Tales características de las faltas graves eliminan cualquier escrúpulo de duda, ya que se llaman veniales los pecados que tienen cualquiera de esos tres puntos de forma parcial o incompleta.
Con esto se entiende que este tipo de pecado, el venial, no es estrictamente necesario declararlo en la confesión, ya que la doctrina es muy clara al decir que “todos los pecados mortales deben ser acusados” (DH 1680). Sin embargo, si el más grave debe ser acusado, esto no impide que el más ligero no lo sea, todo lo contrario.
En consecuencia, ocultando algún pecado mortal, no hay sacramento ni perdón de los pecados.
En esta línea, se dice que el Padre Tranquillini, de la Compañía de Jesús, había sido llamado para asistir sacramentalmente a una persona enferma y en peligro de muerte. Después de la confesión, el sacerdote levantó la mano para darle la absolución, sin embargo, algo como una “mano de hierro” la sostuvo, imposibilitando que el sacerdote completara el acto. Cuando se le preguntó al penitente si había contado todas sus faltas, este afirmó categóricamente que sí.
Nuevamente el sacerdote levantó la mano, pero esa misma “fuerza” lo detuvo. Por segunda vez se interrogó a la señora sobre sus faltas declinadas, pero la respuesta fue la misma, y con más énfasis que la primera vez.
El sacerdote intentó por tercera vez darle la absolución, pero fue en vano… Cayó de rodillas y, derramando lágrimas, imploró a la señora que no fuera la causa de su propia condena. Finalmente, la enferma exclamó: “¡Padre, me he confesado mal durante quince años!” [4].
Satisfacción
En la confesión, después de la absolución, el sacerdote impone una penitencia que debe cumplir el penitente. Pero ¿por qué se impone esta penitencia?
El catecismo explica lo siguiente: “Liberado del pecado, el pecador aún debe recobrar la salud espiritual plena. Por lo tanto, debe hacer algo más para expiar sus pecados: debe propiamente ‘hacer satisfacción’ o ‘expiar’ sus pecados. Esta satisfacción también se llama ‘penitencia’.
“La penitencia impuesta por el confesor debe tener en cuenta la situación del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder, en cuanto sea posible, a la gravedad y naturaleza de los pecados cometidos” (cf. Catecismo, n. 1459-1460).
En efecto, por el pecado, el ser humano se debilita espiritualmente, dando más posibilidades al demonio de actuar con eficacia, además de tener la posibilidad de sugerir otras tentaciones más pérfidas. Además, tal satisfacción es un deber de justicia, ya que cuando se comete un delito contra otro, como el robo, es necesario restituir al ofendido lo que le pertenece. Asimismo respecto a todo lo declinado en la confesión, ya que la absolución borra los pecados, pero no repara los desórdenes causados por ellos (cf. DH 1712).
Así, hay tres requisitos para una confesión bien hecha: contrición, declaración de faltas y satisfacción.
Por Denis Sant’ana
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- [1] “Estes mesmos atos são requeridos por instituição divina ao penitente para integridade do sacramento e para a remissão plena e perfeita dos pecados e, por este motivo, se chamam partes da penitência”. (DENZINGER, Heinrich. HÜNERMANN, Peter (ed.). Compêndio dos símbolos, definições e declarações de fé e moral. Trad. José Marino Luz; Johan Konings. São Paulo: Paulinas; Loyola, 2007, n. 1673).
- [2] Cf. PIMENTA, Silveiro Gomes. A prática da confissão. Rio de Janeiro: Livreiro, 1889, p. 154.
- [3] Cf. ibid., p, 155.
- [4] Cf. CHIAVARINO, Luiz. Confessai-vos Bem: Diálogos fatos e exemplos. 4. ed. São Paulo: Paulinas, 1939, p. 11-12.
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