Habitualmente se presenta como solución a los problemas sociales la falsa alternativa despotismo o anarquía. Es decir, un liberalismo que, bajo pretexto de libertad, demuele la autoridad y conduce a la anarquía, o un régimen totalitario que promete orden pero que coarta las legítimas libertades. Por más que parezcan contradictorias, ambas posiciones tienen una raíz común. La sociedad individualista y permisiva de hoy está abriendo camino a nuevos tipos de tiranía.
Recelosos de los excesos del poder público, los liberales disminuyeron de tal modo los poderes de la autoridad que la hicieron impotente, no sólo para contener las ilegalidades, sino incluso para mantener el orden público. Esto es un mal y nadie tiene el derecho de practicar el mal. Así, toda constitución política que retire al Estado el poder de reprimir rápida y completamente el mal, está errada en su propia base.
Basta leer las constituciones políticas de la mayor parte de las naciones occidentales en el siglo XIX, y aún en las primeras décadas del siglo XX: todas ataban de tal manera al poder público que éste, impotente para contener la creciente anarquía, no tenía otro remedio sino asistir con los brazos cruzados al naufragio lento e inexorable del orden social. La causa de este error se reduce a la idea de que no es posible organizar el Estado de manera que éste reprima el mal sin, al mismo tiempo, sacrificar la libertad de hacer el bien. Y ante esta afirmación inicial, los liberales, prefiriendo la anarquía al despotismo, dejaron deslizar los intereses públicos por las rampas del liberalismo y de la disolución de toda la vida social.
Una vez que Dios dispone con tan admirable sabiduría el orden universal en lo que dice respecto a los seres inanimados e irracionales, sería monstruoso imaginar que Él lo hubiese organizado de modo imperfecto en lo que se refiere al hombre. Hay en el hombre cualidades en estado potencial, que lo habilitan a constituir la sociedad humana de modo aún más perfecto que el que se observa entre los seres irracionales, entre las abejas o las hormigas, por ejemplo. De lo contrario, el hombre no sería la obra prima de Dios.
Siendo así, no es posible que la condición normal de la sociedad humana sólo pueda encontrarse en una de estas trágicas alternativas: caminar hacia la anarquía, o yacer bajo el peso del despotismo. Existe la posibilidad de organizar de modo estable, duradero y normal a la sociedad humana en un punto de equilibrio que no tienda hacia cualquiera de estos dos extremos. El camino es el orden cristiano. No se trata de escoger uno de los dos precipicios, sino de encontrar el camino que no conduce a los abismos, sino al Cielo.
Desde 1789 hasta nuestros días la turbamulta de anarquistas no ha cesado de actuar, aquí o allá, como vemos estos días con el vandalismo organizado en Francia. La Revolución no es un animal salvaje, susceptible de ser domado y domesticado, sino un monstruo que reúne la falsedad del zorro a la violencia del tigre.
Este artículo se publicó originalmente en https://plineando.blogspot.com/
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