(Gaudium Press) Cuando observamos a un niño cándidamente entretenido con un juguete o admirado mientras contempla las estrellas, inmediatamente sentimos tocar, en el fondo de nuestra alma, algunos acordes de nuestra inocencia primaveral, que disonan del mundo cacofónico, prosaico y egoísta en el que vivimos. Como afirma Santo Tomás de Aquino, la actividad lúdica directa, tan común en la edad temprana, es, como la Metafísica, esencialmente sin pretensiones, contemplativa y libre de intereses concretos. El niño tiene, por así decirlo, una connaturalidad con el Cielo.
Los pecados contra la castidad –la “virtud angélica”– son los que más contrastan con esta inocencia primigenia. De hecho, borran el foco de la contemplación, embotan la inteligencia y erosionan el amor verdadero. Sin embargo, como la lujuria afecta en gran medida a los sentidos, tiene una fuerza penetrante vehemente. Con razón la Revolución lo utiliza para corromper minuciosamente a la juventud. ¡Y qué masacre de inocencia hemos presenciado!
La impureza no es, sin embargo, un pecado reciente. La historia cuenta, por ejemplo, cómo los pueblos antiguos pervirtieron la infancia de las formas más abominables, cometiendo pecados que, según la Biblia, claman venganza al Cielo. Sin embargo, con la Encarnación, Nuestro Señor Jesucristo trajo un nuevo paradigma de inocencia, cuyo punto supremo era Él mismo, Dios hecho Niño en un claustro virginal.
El Redentor no sólo protegió a los pequeños, sino que los acercó especialmente a sí mismo, elevándolos a modelos de perfección: “Dejad que los niños vengan a mí. No se los prohibáis, porque el Reino de Dios es de los que son como ellos. De cierto os digo que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Mc 10, 14-15). Y fue más allá, cuando anatematizó a quienes los escandalizaban: “Más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo hundieran en el fondo del mar” (Mt 18, 6).
Siguiendo los pasos del Divino Maestro, la Iglesia tiene también la misión de proteger a los más vulnerables, proteger la vida desde la concepción, acoger a los huérfanos, instruir a los rudos, catequizar y bautizar a los pueblos paganos y, por supuesto, proteger a los inocentes del escándalo. Para esto no basta la virtud de la templanza, tan propia de la concupiscencia moderada, sino que es necesaria también la virtud de la fortaleza, cuyo acto principal es resistir, es decir, mantenerse firme ante el peligro.
Contrariamente a lo que indican ciertas visiones superficiales, la inocencia está intrínsecamente ligada a la combatividad. Como ejemplos de ello están el adolescente Tarcísio, santo mártir de la Eucaristía, los tres pastorcitos de Fátima, que resistieron valerosamente las maquinaciones del poder civil. Con toda propiedad exclamó Paul Claudel: “¡La juventud no se hizo para el placer, sino para el heroísmo!”
Una supuesta inocencia desprovista de las armas de la fortaleza es un sentimiento pueril, incapaz de discernimiento (cf. 1 Cor 14, 20); el combate sin inocencia es temeridad, ya que estará desprovisto de la fuerza propia de un corazón puro.
En este panorama, se puede decir que la Iglesia tiene, más que nunca, la obligación de ser escudo que protege a los inocentes y espada contra la malicia que tanto los amenaza.
(Texto extraído de la Revista Arautos do Evangelho n. 234, junio de 2021.)
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