Lo que se dice del hombre temperante, también se dice de un pueblo temperante. Cuando un pueblo está en su apogeo, no revela grandes desequilibrios de alma, las hambres y los hastíos mentales inmoderados, parecidos con el hambre y el hastío de los enfermos. Esto se puede decir, por ejemplo, de la Inglaterra victoriana, igualmente espléndida en la grandeza del Imperio y en el encanto de su vida privada.
Evidentemente no vivimos en un siglo de equilibrio mental. Y si algún lector piensa lo contrario, estremézcase, pues es algún desequilibrio de su alma que le lleva a engañarse tan completamente respecto de un hecho evidente como la luz del sol.
El resultado es que tenemos de todo en materia de intemperancia. Tenemos “heroicos” intemperantes, como “moderados” intemperantes, y tenemos toda la gama intermedia pues el teclado de la intemperancia tiene mil notas.
De estas intemperancias, la “moderada” parece sin embargo ser hoy, entre nosotros, la más generalizada. En buena parte por lo menos, esto es natural pues la Segunda Guerra Mundial sació de grandezas dramáticas y melodramáticas.
En Occidente, la influencia que se hizo preponderante fue la norteamericana. Esta trae consigo una atmósfera de saciedad, optimismo, alegría conciliadora, del estilo “joven simpático” y “niña buena”, de liberalismo profundo, de negación implícita del pecado original, que estimula al máximo la intemperancia “moderada”. Por lo demás, con buenos baños, buenos refrigeradores, buena cocina, radio, televisión, automóvil, hospitales modernos y ataúdes coloreados, decorados, adornados, en cementerios risueños, al son de músicas amenas, ¿por qué no sonreír siempre? ¿Y qué quiere el “moderado” sino estar siempre sonriendo?
Es fácil ver cómo esta tendencia “moderada” se va volviendo preponderante.
En los artículos de prensa, en las tertulias televisivas o radiofónicas, en los discursos, en las conferencias, incluso en las conversaciones particulares, las opiniones que se afirman con mayor seguridad, más énfasis, más eco, son siempre las “equilibradas”, las “moderadas”, las del término medio. Todos los que atacan una opinión procuran denunciarla como “extremada”. Y sus defensores tratan de esquivar este rótulo como si de eso dependiera el éxito de su causa.
En una palabra, una consigna de origen más o menos invisible domina a Occidente: ¡moderación! ¡moderación! Un hombre símbolo de esa moderación es el secretario general de Naciones Unidas.
Contrarios por principio a cualquier desequilibrio, prevengámonos del más actual, es decir, de este intemperante e inmoderado amor a la moderación. Se debe ser moderado en todo, incluso en la moderación.
Este artículo se publicó originalmente en https://plineando.blogspot.com/
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