La impresión que el castillo de Chenonceaux causa, a primera vista, es de entusiasmo. Imaginemos que fuera un castillo construido sobre la tierra, y que, en vez de correr un río debajo de él, pasara una polvorienta carretera. ¿No es verdad que el castillo perdería al menos cincuenta por ciento de su encanto? Su constructor trató de producir esa sensación de extasiamiento.
Fue una obra basada en el principio de que todas las cosas que se reflejan en el agua aumentan su belleza. Se tiene una sensación paradisíaca viendo las aguas del río fluir tan plácidas, marcadas por el azul del cielo, y el castillo que en ellas se refleja reproduciendo la imagen de sí mismo. La mayor belleza del castillo consiste en la concreción de esa idea originalísima de construir una parte de él sobre un puente. Y eso de tal manera que se podría decir que parece un cisne sobre el agua. Es un castillo cisne. ¡Flota sobre el agua como si fuera una fantasía, algo irreal, un sueño!
Cuánta armonía hay, según el espíritu francés, en esa portentosa obra arquitectónica. Llama la atención el contraste entre los arcos del puente, tan diáfanos y ligeros, y la base pesada de la parte central. Esa mezcla de firmeza, estabilidad y delicadeza forma un contraste armónico de cualidades opuestas, que acentúa la seducción inherente en esa parte del edificio. Todo lo que parece espontáneo se estudió con ingenio extraordinario para causar un efecto de armonía, de tal manera que esa noción surge sin que la mayor parte de las personas consiga explicitarla. Se tendría el derecho de dudar si se trata de una realidad o de un cuento de hadas, considerando la armonía, la ligereza, la suprema distinción de este castillo, construido sobre las aguas, de una serenidad y de una profundidad dignas de servirle de espejo. Hasta se podría decir que esta inimaginable fachada fue hecha para ser vista principalmente en su reflejo de las límpidas aguas sobre las que posa. Se trata de una realidad, sí, pero de una realidad feérica, nacida del genio francés. Se distingue por una armoniosa conjunción de fuerza y de gracia, de simetría y fantasía, tan típica del alma francesa. Hay una continuidad estética entre el castillo real inmerso en el aire diáfano, y el castillo irreal “inmerso” en el río Cher. La armonía es perfecta. Tan perfecta que rayaría en la monotonía si lo que tiene de profundamente plácido no fuese armónicamente compensado y realzado por un contraste. El aspecto de la fuerza es la base. El primero y segundo piso son más leves, con sus grandes ventanas y la poesía de sus torres. Las mansardas y el techo son de una lozanía, una diversidad, una belleza casi musical.
No es difícil imaginar cómo sería la vida en este castillo, en sus siglos de gloria, por ejemplo, en las noches calientes y plácidas, con todas las luces encendidas reflejándose sobre el río, la música saliendo por las ventanas abiertas hasta perderse entre las flores del parque o en la superficie dulcemente móvil de las aguas.
Este artículo se publicó originalmente en https://plineando.blogspot.com/
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