El historiador y escritor analiza el completo curso sobre la historia de nuestra patria que tendrá lugar en 12 sesiones a partir del 21 de septiembre en el espacio Ardemans de Madrid.
Inscripciones: asociacionluzdetrento@gmail.com
Por Javier Navascués
¿Cómo valora la iniciativa de Luz de Trento de organizar un curso sobre la misión histórica de España?
Creo que se trata de una magnífica iniciativa. No es una historia al uso, una narración con pretensiones de relato pulcramente aséptico, sino una interpretación de lo que es España articulada a partir de lo que el pensamiento progresista denomina “compromiso”. El relato de España desde una visión nacional; desde la propia España. No somos neutrales hacia el hecho de España, y no somos indiferentes en la disyuntiva de que España permanezca o desaparezca.
¿Qué supone para usted formar parte del elenco de profesores que imparte este curso?
Estoy muy honrado de participar en él. El nivel de los profesores es excelente. Si hubiese habido más iniciativas como ésta, es probable que la situación en España no se hubiera deteriorado tanto. Hace ya mucho tiempo que se viene entregando la cultura y el mundo de las ideas a los enemigos de España y de la civilización cristiana. Ésta es una modesta contribución a cambiar eso y, afortunadamente, no es la única.
Inaugura usted el curso con la conferencia La esencia católica de España… Sorprende que todavía haya gente que quiera comprender la historia de España, sin profundizar en este hecho…
Casi todo lo que tiene que ver con la naturaleza católica del ser de España es sistemáticamente relegado en el discurso oficial y académico; como si se tratase de un elemento prescindible o aleatorio de nuestra historia.
La conversión del reino godo al catolicismo, un hecho capital, apenas ocupa un renglón y medio en los libros de Bachillerato, dentro de un periodo, el de los visigodos, que recibe un tratamiento marginal en el temario. Se soslaya la sustancia esencialmente católica de la Edad Media y, de acuerdo a los valores dominantes, hasta se eliminan el concepto y el término mismo de Reconquista, limitando ésta a un proceso económico, social y demográfico, y a una estimación de la tolerancia entre religiones como valor más eminente.
Casi no hay rastro de catolicismo alguno en la referente a la Edad Moderna, cuyo relato queda al margen del Concilio de Trento o de las razones teológicas de defensa de la fe en Europa y de la conquista de América, de la que se sustrae la evangelización, como si no existiera y, por tanto, no hubiera desempeñado función alguna. Las agresivas políticas de secularización, por otro lado, han vuelto incomprensibles para una gran parte de la población muchas de nuestras mejores producciones culturales, tanto literarias como pictóricas, escultóricas o arquitectónicas.
En la Edad contemporánea, en fin, la cuestión religiosa es relegada a un segundo plano y presentada de un modo difuso; en la España de hoy un joven termina su formación a los 18 años sin haber oído hablar de la quema de iglesias ni de la brutal destrucción de una cantidad ingente de nuestro patrimonio artístico.
Naturalmente, estoy tomando como referencia el discurso dominante, académico, y los planes de estudio.
Para empezar en el nacimiento de nuestra nación, ¿Por qué el catolicismo, representado en el III Concilio de Toledo, fue algo determinante?
El catolicismo cuajó en Hispania con bastante rapidez pero, sobre todo, el pueblo lo hizo suyo de un modo casi sorprendente por la contundencia de su conversión. Cuando los godos se asentaron en la península la población hispanorromana ya era católica, mientras que los germánicos invasores profesaban el arrianismo. Según se fue desarrollando la monarquía goda fue haciéndose cada vez más evidente la necesidad de fusionar ambas comunidades, lo que llegó a su cénit con Leovigildo, quien soñó con que el pueblo adoptase el arrianismo; pero su hijo Recaredo entendió que la identificación de la élite goda con la población hispana solo era posible en el catolicismo que, por otra parte, él ya profesaba.
El III Concilio de Toledo consagró la conversión del reino al catolicismo por lo que no es gratuito afirmar que se trató del acto fundacional de España, aunque en ese momento sus firmantes no tuvieran más conciencia –como, por otro lado, no podía ser de otra manera– de que estaban dando un paso decisivo en la construcción del reino. El año 589 es, por supuesto, clave en nuestra historia. La fusión generó una nueva Hispania que, sí, ya podemos llamar España.
Ser es defenderse… ¿Por qué la reconquista no solo fue asegurar la pervivencia de nuestra patria sino de toda la cristiandad?
Porque lo que existía –lo que se estaba forjando– era la Cristiandad. La Cristiandad terminaría por ser un sobreentendido de notable indefinición más allá de su acepción más obvia; las tierras de cristianos. Pero era suficiente. No se trataba de la Galia, Hispania, Italia, Germania o Panonia: era la Cristiandad.
Y la Reconquista fue la defensa de la agresión contra la Cristiandad de una religión que hubiera abortado España. Y, rebasando nuestra península, habría aniquilado Europa en su infancia. Poitiers no hubiera valido gran cosa sin nuestra resistencia; Carlos Martel –el Martillo– derrotó a Al-Gafiqi, valí de Al-Ándalus de un modo muy convincente, pero es más que probable que los sarracenos se hubieran recuperado (de hecho retuvieron Septimania y Narbona) y que, antes o después hubieran aprovechado alguna circunstancia –como la que aconteció en 711– para reanudar su ofensiva contra Europa. Es significativo que los visigodos se unieran a los musulmanes para defender Narbona de los francos, como había sucedido en Guadalete.
Desde mediados del siglo VIII los reinos cristianos comenzaron a suponer un dolor de cabeza para Al-Ándalus, leve al principio, pero pronto insoportable. Nos convertimos en la frontera, cierto que no en la única, pero sí en la más efectiva que pudo tener Europa.
¿Se podría decir que los Reyes Católicos fueron un punto de inflexión en el desarrollo de la grandeza católica de España?
Durante el reinado de los reyes católicos se produjo, sólo en el prodigioso año de 1492, nada menos que el final de la Reconquista, el Edicto de Granada, la publicación de la primera gramática castellana por Antonio de Nebrija y el descubrimiento de América. Incluso desde la enorme distancia histórica que nos separa de los hechos, resulta imposible emitir un juicio que no sea rotundamente favorable a su reinado.
Hechos –cada uno de los cuales justificaría un siglo de historia– decisivos a la hora de comprender la esencia católica de España. Si además tenemos en cuenta que comienza un decidido proceso de unión de las coronas de Aragón y Castilla –unión ciertamente más tarde puesta en riesgo, pero riesgo felizmente salvado–, en el que se afirma el poder monárquico sobre la aristocracia –en lo que es difícil no ver un antecedente directo del estado moderno– y que a través de la justicia que los reyes se complacen en administrar se impone una paz social desconocida, el reinado de Isabel y Fernando no puede sino ser considerado el más fructífero de nuestra historia.
Todo ello fue justificado, siempre, en la necesidad de imponer la fe católica. Ésta jugó un papel esencial en cada una de sus determinaciones, desde la campaña de Granada hasta la conquista americana, pasando por la expulsión de los judíos que se negaran a convertirse. La religión católica fue el aglutinante de España, desde sus orígenes hasta su conformación como nación histórica. Tanto es así que a lo largo de los siglos hablamos de la existencia de España, aunque sea de forma intuitiva, en función de su catolicidad.
¿Qué influencia tuvo el catolicismo en el Siglo de Oro español, la época más brillante de nuestro Imperio?
Si tenemos en cuenta que denominamos Siglo de Oro a los siglos XVI y XVII, y que en él confluyen un poderío político y militar inusitados con una explosión cultural sin precedentes, junto a los descubrimientos geográficos de los que España fue abanderada –abriendo al mundo las rutas de la geografía hacia poniente– no nos queda más remedio que preguntarnos acerca de cuál fue el impulso esencial que motivó a aquellos hombres.
El catolicismo fue el motor de la creación literaria de Calderón o Lope, de Luis de Molina, de Saavedra Fajardo, de la construcción de El Escorial, de la obra escultórica, arquitectónico y pictórica de Alonso Cano, de Francisco de Vitoria, de Velázquez, de Juan Caramuel, de Francisco Suárez, de Tirso de Molina, y así podríamos seguir hasta rellenar páginas enteras sólo con los nombres de aquellas luminarias de los siglos de Oro.
El catolicismo fue el motor de los soldados que pelearon hasta la muerte en Flandes, de aquellas tropas ante las que Europa contenía la respiración cada vez que emprendían la marcha entre el Milanesado y las marismas holandesas, de quienes combatieron hasta la extenuación en las batallas de la Europa central, en la Montaña Blanca o en Túnez. Los frentes de la Monarquía hispánica eran los mismos que los de la fe: protestantes, paganos y musulmanes. España no tenía otros enemigos que esos o, naturalmente, que aquellos que se empeñaron en serlo de nosotros.
Más allá de las naturales ambiciones de los hombres, los reyes de España tuvieron siempre por principio esencial la defensa del catolicismo; así había sucedido desde Recaredo, y así siguió sucediendo bajo todos los Austrias. Aunque ello nos costara más de lo que éramos capaces de asumir. Como dijo Nietzsche, ese “querer ser demasiado”. La valoración de aquellos monarcas hay que realizarla más por lo que tuvo de eficaz que por la intención que persiguieron.
¿Se podría decir que la conquista y evangelización de América fue la mayor epopeya de la historia de la humanidad?
La evangelización de América, y la obra total de España en América, es efectivamente, una epopeya sin parangón posible. La conquista, la evangelización y la creación de una sociedad completamente novedosa al otro lado del Atlántico, sociedad producto del trasplante de la propia España, es un episodio de la historia universal absolutamente singular. En algunos aspectos puede asemejarse a la romanización, pero lo que llevó a cabo España alcanza una grandeza quizá mayor.
Consideremos la situación: miles de sacerdotes cruzaron el océano con el solo propósito de salvar las almas de personas a las que ni siquiera conocían, arrostrando peligros de los que no habían siquiera oído hablar. Enfrentados a una climatología adversa, a enfermedades desconocidas, a los peligros de la mar, a la azarosa supervivencia en selvas, cordilleras, desiertos, con escasísima protección en el mejor de los casos. Todo por salvar sus almas.
España construyó ciudades desde cero, levantó catedrales y creó universidades, y ni las ciudades ni las catedrales ni las universidades tenían nada que envidiarle a las de Europa. Algunas de las calles más largas y amplias del mundo se encontraban en Ciudad de Méjico o en Lima, en donde tenía lugar un intercambio cultural y comercial que ponía en contacto el mundo en su conjunto; a través del galeón de Manila el mundo estaba conectado, desde el extremo oriente hasta la Europa central, con periodicidad regular. Tras completar Elcano la vuelta al mundo y encontrar el tornaviaje hacia América, España ejerció un monopolio práctico del Pacífico durante dos siglos que permitió mantener ese vínculo sin casi alteraciones.
La obra civilizatoria realizada por España en América fue una empresa titánica que sólo un pueblo en la plenitud fue capaz de acometer. Una plenitud insuflada de espíritu católico que llevó a Hipolitte Taine a decir aquello de que “hay un momento superior de la especie humana: España desde 1.500 a 1.700”. Por supuesto, Taine no era español.
¿Por qué carlismo y liberalismo son dos concepciones de España radicalmente opuestas?
Aunque nacidos al calor de un pleito dinástico, los isabelinos y los carlistas siempre fueron mucho más que eso: la expresión de dos concepciones de España de difícil encuentro. El enfrentamiento fue de todo género: era la ciudad contra el campo, el centralismo contra la foralidad, las clases burguesas contra las campesinas, lo castizo y lo extranjero; y, por supuesto, religiosidad contra secularización.
No es casualidad que el conflicto estallara a la muerte de Fernando VII, tras las convulsiones de la guerra de la Independencia y de su reinado. La guerra había marcado una cesura indeleble en la historia de España, dejando un reguero de violencias a las que se acostumbró la sociedad y permitiendo la entrada de las ideas que traían los invasores. Todo ello tendría unas consecuencias de gran alcance en las décadas posteriores.
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¿Cuál es su valoración de las revoluciones liberales? No parecen salir muy bien paradas.
En España, la del liberalismo es la historia de un fracaso continuo y sin paliativos. En el plano político, la era del liberalismo es la de las intrigas cortesanas, la de la intromisión del ejército en política –llamado por los políticos, eso sí– y, en consecuencia, la era de los pronunciamientos. Culturalmente no cabe duda de que no admite la comparación ni con el siglo de Oro ni siquiera con el siglo XX, aunque queda en mejor posición si el cotejo lo efectuamos con el siglo XVIII. Yo sí reivindicaría la pintura histórica y la escultura, que alcanza cotas estimables, y algunos escritores; pero lejos, en todo caso y con la excepción de Galdós, ya muy a final del siglo, de las mejores páginas de nuestra historia.
Pero, sobre todo, el siglo del liberalismo es el que nos distancia, en términos económicos, de la Europa desarrollada. El “atraso español” se gesta en esta época, mientras que Europa despega a través de la revolución industrial, la conformación de las sociedades burguesas y la urbanización. Las medidas que se adoptan no solo son insuficientes, sino que están erradas en su concepción y sus objetivos. El mejor ejemplo es el de la fallida industrialización. Esas políticas están lastradas, además, de propósitos que perjudican, por razones ideológicas, la racionalidad económica. Así sucede con el anticlericalismo, verdadera epidemia de su tiempo y una de las páginas más vergonzosas de nuestra historia.
Debemos mencionar, claro, la influencia de la masonería, que es un factor determinante en el devenir del siglo XIX y en el liberalismo, y que ha quedado excluido del discurso oficial. Pues a través de la masonería se tomaron muchas de las medidas más lesivas para nuestra economía y para nuestra vida pública, y se sometió España al arbitrio de las potencias extranjeras ante las que estuvimos subordinados sin apenas rebozo de ningún tipo. El ejemplo más evidente lo constituye la legislación sobre minería aprobada durante el Sexenio Democrático que puso la riqueza de nuestro subsuelo –verdaderamente ingente– en manos del capitalismo británico, francés y belga.
Para finalizar acaban hablando de la Cruzada Nacional y los años en los que España recupera su grandeza y su libertad. ¿Cuál fue el balance de estos años?
El franquismo ha constituido el blanco de los más feroces ataques del progresismo –devenido en nuestros días en doctrina oficial y obligatoria–. Frente al franquismo todo vale: se ha mentido, se ha falsificado y se ha reinterpretado la verdad histórica deformando grotescamente la realidad, hitlerizando a Franco. Incluso, a través de las leyes ideológicas de “memoria” se está llegando al punto de establecer interdictos si lo que se va a decir de él no es abiertamente condenatorio.
La verdad es que, durante la mayor parte de su existencia, el franquismo fue un régimen conservador y apolítico cuyo indudable éxito popular quizá consistió justamente en eso: en eliminar la política del horizonte de un español saturado de ella tras los años terribles de la república. En ese aspecto, se puede parecer al régimen de la Restauración bajo Cánovas: apoliticismo, paz social y estabilidad.
Por supuesto, su balance no termina ahí. La España que deja el régimen puede medirse a través de parámetros elocuentes. La obra social, de la mano del sector azul, fue ingente; España se industrializó, superando el fracaso de un siglo de políticas erróneas, y convirtiéndonos en la novena potencia industrial del mundo; España llegó a ser el segundo país en crecimiento del mundo; se creó una clase media que, además de constituir la columna vertebral sobre la que se erigió el vertiginoso crecimiento español, era garantía de estabilidad y suprimía las diferencias sociales causa de enfrentamientos civiles.
La renta per cápita se disparó; las brutales cifras de mortalidad infantil características de nuestro país desaparecieron, hasta situarse por debajo de EE.UU y Alemania; las obras de ingeniería en pantanos, aeropuertos, puertos y carreteras se dispararon; solo mencionar este tipo de realizaciones sería inacabable, pero me gustaría resaltar tres aspectos: primero, durante la segunda mitad del franquismo se producen las cifras más bajas de suicidio de nuestra historia, un aspecto muy significativo; la delincuencia arroja, igualmente, las cifras más bajas conocidas; la cifra de presos en las cárceles el año que muere Franco es de poco más de 8.000 (consideremos que en el siglo XXI hemos alcanzado los 90.000, casi doce veces más para una población apenas un 25% mayor); todos ellos factores indicativos de una magnífica salud social que contrasta con la existente hoy día.
Por supuesto, también hubo cosas negativas, de las que igualmente hablaremos en el curso; pero el balance, en su conjunto, nos parece muy favorable.
El franquismo desembocó en una transición que trajo de nuevo una democracia liberal, cuya dimensión moral es hoy bien palpable.
El franquismo, sobre todo desde finales de los años cincuenta, era un régimen cada vez más semejante a los que había establecidos en la Europa de su tiempo. La única gran diferencia, además de las obvias de carácter cultural, era el sistema de partidos. Y eso fue lo que se acordó hacia el final del franquismo, aún en vida de Franco; la homologación completa con “nuestro entorno”. Era algo que se veía venir de mucho tiempo atrás.
La transición ya se había hecho en sus aspectos fundamentales, incluso la algo más que incipiente europeización de España, un hecho en el que el turismo no fue un factor desdeñable. La clase política franquista –que fue quien llevó a cabo la transición– se empeñó en asimilar todos los aspectos de la Europa a imitar. El programa estaba diseñado, y diseñado desde fuera de nuestro país: lo que vino a continuación no ha sido fruto de la casualidad.
Incluso el aspecto que pudiéramos apreciar como más positivo de este periodo de transición y del régimen del 78, la tan cacareada reconciliación, es falso: y lo es por dos motivos. El primero es que no se produjo la reconciliación gracias a la transición, sino que sucedió exactamente al revés: fue porque ya había acaecido la reconciliación entre los españoles que pudo acometerse la transición. Una reconciliación que ya se había operado en la sociedad española y de la que, acaso, se hallaban excluidos ciertos representantes de esa casta política que con tanta frecuencia confunde su situación con la del conjunto del pueblo. El segundo motivo por el que la reconciliación no puede ser listada entre los méritos de la transición y el sistema del 78, es que hoy sabemos que, para la izquierda, no era más que una estación de tránsito en el camino hacia la pura y simple venganza.
El derrumbe moral al que asistimos en estos días, con todos sus errores y sus horrores, acaso pueda constituir, a la postre, una oportunidad para salir de una situación tan angustiosa como la nuestra.
De todo ello hablaremos en el curso sobre la Misión histórica de España organizado por Luz de Trento.
Luz de Trento anuncia el curso «LA MISIÓN HISTÓRICA DE ESPAÑA» con un programa y un profesorado excepcional.
El jueves 21 a las 19:30h. en Espacio Ardemans, Fernando Paz inaugurará el curso con la conferencia abierta «La esencia católica de España»
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Por Javier Navascués
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