(Gaudium Press) Dos sesudos artículos – otros más – que analizan y critican en profundidad en Italia las recientes declaraciones de Mons. Víctor Fernández, nuevo prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, a Edward Pentin del National Catholic Register, particularmente las que se refieren a un don carismático del Papa.
Exactamente Mons. Fernández afirmó que
Cuando hablamos de obediencia al magisterio, esto se entiende al menos en dos sentidos, que son inseparables e igualmente importantes. Uno es el sentido más estático, de un «depósito de la fe» que debemos custodiar y preservar incólume. Pero, por otro lado, existe un carisma particular para esta salvaguardia, un carisma único, que el Señor ha dado sólo a Pedro y a sus sucesores.
En este caso no se trata de un depósito, sino de un don vivo y activo, que actúa en la persona del Santo Padre. Yo no tengo este carisma, ni usted, ni el cardenal Burke. Hoy sólo lo tiene el Papa Francisco. Ahora, si usted me dice que algunos obispos tienen un don especial del Espíritu Santo para juzgar la doctrina del Santo Padre, entraremos en un círculo vicioso (donde cualquiera puede pretender tener la verdadera doctrina) y eso sería herejía y cisma.
Analiza pues estas expresiones el prof. Leonardo Lugaresi, en nota publicada en el blog de Sabino Paciolla. El profesor, entre otras aseveraciones, afirma que “el prefecto razona como si la Tradición de la Iglesia (guardada en el baúl del depositum) y el magisterio del Papa fueran dos entidades separadas, siendo la segunda la que – aplicándose o superponiéndose a la primera – tiene el poder exclusivo de hacerla funcionar correctamente”.
Más adelante indica el profesor que
“Lo que llama la atención en esta manera de plantear la cuestión no es ciertamente la reivindicación – en la que todos los buenos católicos están de acuerdo – de la autoridad suprema del Papa en materia de doctrina de la fe y de gobierno de la Iglesia, sino: a) el hecho de que tal autoridad institucional se presenta como un carisma personal. Al hacerlo, se corre el riesgo de sugerir que existe una asistencia especial del Espíritu Santo garantizada no al obispo de Roma como tal, es decir, como institución fundamental de la Iglesia universal, sino hoy a Jorge Mario Bergoglio, ayer a Joseph Ratzinger, anteayer a Karol Wojtyla, y así… remontándonos a tiempos remotos en los que los historiadores de la iglesia nos cuentan que hasta súbditos de mala reputación ascendían al trono papal. Creo que de esta confusión surge también la expresión singular que poco después sale de la pluma del prefecto: ‘juzgar la doctrina del Santo Padre’. Pero ¿existe una ‘doctrina del Santo Padre’ distinta y diferente de la ‘doctrina de la Iglesia’? ¿No se corre aquí el riesgo de una grave confusión, cubriendo con el manto de la indiscutibilidad incluso lo que el Papa considera como ‘doctor privado’ (y que, como tal, siempre debe tener cuidado de no confundir con su magisterio ordinario)? b) El modo absolutamente extraño, por no decir incompatible, con la idea de colegialidad apostólica, con la que aquí se representa el primado de Pedro. El Papa no es aquí el garante último, la instancia suprema de discernimiento y juicio de una obra común de ‘vitalización del depósito de la fe’ a la que todos los fieles, y en particular toda la jerarquía eclesiástica, en virtud del don del Espíritu que todos han recibido, están llamados a participar, sino que él es el único protagonista. En la escena evocada por las palabras del prefecto, de hecho, está el baúl del depositum, lleno de cosas antiguas; está el Papa Francisco con su carisma papal-personal de devolver la vida a las cosas muertas; y luego no hay nada más. Los obispos (evocados desagradablemente con un nombre elegido no por casualidad) aparecen en segundo plano sólo como posibles figuras inquietantes, que deben ser silenciadas inmediatamente”.
Prosigue diciendo que
“El tercer aspecto problemático que destaco en la declaración de Mons. Fernández es precisamente el hecho de que parece derivar de sus premisas una consecuencia que, mucho más allá de la infalibilidad, conduce a una especie de indiscutibilidad o impecabilidad de todo lo que el Papa dice y hace. (…) Me pregunto cuál es la base de esta concepción. En el Evangelio de Juan leo que cuando el Resucitado confía a Pedro la tarea de apacentar sus ovejas, acompaña el mandato con esta advertencia: «En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te vestías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo extenderás las manos, y otro te vestirá y te llevará adonde no quieras ir» (Jn 21, 18). No veo aquí ningún rastro de la idea, ahora muy extendida entre gente muy papista pero no muy católica, de que ‘el Papa es el Papa y puede hacer lo que quiera’. Más bien, me parece que la autoridad suprema de Pedro está ligada a la obediencia suprema del martirio”.
El magisterio al servicio de la Palabra
Por su parte Aldo Maria Valli se pregunta cómo se pueden conciliar las declaraciones del nuevo prefecto con “con la enseñanza ([Constitución dogmatica] Dei Verbum, 10), según la cual el magisterio está al servicio de la Palabra de Dios (‘Magisterium verbum Dei ministrant’) y no por encima de ella (‘non supra verbum Dei’)”.
Y continúa:
“La pregunta la plantea abiertamente [aquí] el profesor Eduardo Echeverría, profesor de Filosofía y Teología Sistemática del Seminario Mayor del Sagrado Corazón de Detroit, y la respuesta es clara: ‘La afirmación de Fernández es desconcertante. Una cosa es afirmar que el magisterio tiene un carisma pertinente a la misión de salvaguardar infaliblemente la Fe entregada de una vez por todas a la Iglesia; otra cosa es afirmar que el propio Papa tiene un carisma que salvaguarda su propia doctrina’. Echeverría explica: ‘La declaración de monseñor Fernández sobre la singularidad del carisma del Papa corre el riesgo de derrumbar cualquier distinción entre el magisterio y sus fuentes normativas, como las Escrituras’. Joseph Ratzinger advirtió que si continuamos en esta dirección ‘amenazamos la primacía de las fuentes’ y terminamos ‘destruyendo el carácter de servicio del magisterio’”.
“La posición de Fernández es errónea – prosigue Valli – porque convierte el magisterio de la Iglesia en la norma suprema de la fe. Como explicó Ratzinger, la autoridad eclesiástica tiene límites. La Iglesia está ligada a la voluntad que la precedió: la voluntad de Cristo, expresada con el nombramiento de los Doce. La sucesión apostólica no es la asunción de algunos poderes oficiales a disposición del titular. Se asciende para servir a la Palabra, para el oficio de dar testimonio de algo que se le ha confiado y que está por encima de quien lo lleva. Ratzinger subrayaba que la autoridad del magisterio de la Iglesia no se basa en sí misma y, por tanto, la Iglesia no es en sí misma norma de fe. La Iglesia afirma la primacía de la autoridad de Dios, de la Palabra divina, de la revelación divina. La autoridad magisterial de la Iglesia es una autoridad derivada de Cristo”.
Y concluye:
“La razón formal del objeto de la fe es la revelación divina. La autoridad de la Iglesia es el ministro del objeto de la fe. El magisterio de la Iglesia sirve como ‘columna y soporte de la verdad’ (1 Timoteo 3:15), lo que significa que habla con autoridad y dogmáticamente a toda la Iglesia en nombre de la Iglesia, pero esta enseñanza no está por encima de la palabra de Dios, más bien la sirve, custodiando devotamente lo que le ha sido transmitido. Echeverría observa: ‘La Iglesia no cree que su magisterio opere por cuenta propia, sin referencia a ninguna norma superior. Por lo tanto, con el debido respeto a Monseñor Fernández, no puede existir la doctrina del Papa’”.
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