Javier Mª Pérez-Roldán y Suanzes-Carpegna
Como decía León XII en Inmortale Dei «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba a los Estados; entonces aquella energía propia de la sabiduría de Cristo y su divina virtud, habían compenetrado las leyes, las instituciones y las costumbres de los pueblos, impregnando todas las capas sociales y todas las manifestaciones de la vida de las naciones, tiempo en que la Religión fundada por Jesucristo, firmemente colocada en el sitial de dignidad que le correspondía, florecía en todas partes, gracias al favor de los príncipes y la legítima protección de los magistrados; tiempo en que al sacerdocio y al poder civil unían auspiciosamente la concordia y la amigable correspondencia de mutuos deberes.
Organizada de este modo la sociedad, produjo un bienestar muy superior a toda imaginación. Aún se conserva la memoria de ello y ella perdurará grabada en un sinnúmero de monumentos de aquellas gestas, que ningún artificio de los adversarios podrá jamás destruir u obscurecer.»
Sin embargo, lo más destacable de aquellos tiempos, quizá, no fueron las instituciones sociales inspiradas en el evangelio (que fueron muchas, como los Gremios, la Universidad), ni los monumentos que aún hoy se conservan, como las catedrales góticas. Lo más destacable, sin duda, fueron los caracteres humanos que la Cristiandad produjo. Hombres firmes en sus convicciones, que eran capaces de mantenerlas y luchar por ellas en las más adversas circunstancias; que de manera natural, sin artificio alguno, que vivían imbuidos de la sacralidad, que sabían mantenerse humildemente altivos ante cualquier revés, y sobre todo que sabían que toda acción humana está sometida a la moral, y por ello siempre actuaron, incluso en las cosas más intrascendentes, con respecto a la moral católica. Fueron estos caracteres los fundadores y dirigentes de aquellas instituciones católicas, y fueron estos caracteres los que levantaron las catedrales, los que trabajaron las piedras, los que embellecieron sus vitrales.
Uno de estos caracteres fue Joseph Martin-Dauch, personaje hoy desconocido para la mayoría y que la Revolución se empeñó en mantener en el olvido. Por eso, precisamente, hoy queremos recordarlo.
Joseph Martin-Dauch, nació en Castelnaudary (Francia) el 26 de mayo de 1741 y falleció en la misma localidad el 5 de julio de 1801. Era hijo de Antoine Martin Dauch, consejero del rey y de Marie Barbe Latour. Estudió en Toulouse, y allí se licenció en derecho en 1762.
Acudió a los Estados Generales de 1789 como miembro del Tercer Estado en representación de Castelnaudary. Estos Estados Generales fueron los últimos de la Francia Católica. Se formaron con 1.139 diputados: 291 pertenecen al clero, 270 a la nobleza, y 578 al Tercer Estado, y abrieron sus sesiones el 5 de mayo de 1789, celebrando sus reuniones en los Menus-Plaisirs.
En seguida surgió una disputa (previamente planeada por los Revolucionarios) en relación al voto, pues la nobleza y el clero lo pretendían de la manera legal establecida, es decir, por estamento; y los revolucionarios por cabeza. Y al no haber acuerdo, y llegar a una situación de bloqueó, el sacerdote descreído Emmanuel-Joseph Sieyès, Conde Sieyès (Fréjus, 3 de mayo de 1748 – París, 20 de junio de 1836) incitó a la invitar a los diputados de la nobleza y del clero a que se unieran al Tercer Estado. Dos nobles y 149 miembros del clero lo hicieron, lo que supuso una clara vulneración de la ley, y el inicio del proceso revolucionario. Así, el 17 de junio de 1789 se declara la Asamblea Nacional. Por ello el 19 de junio, el rey Luis XVI ordenó cerrar la Salle des États, donde la Asamblea Nacional celebraba sus reuniones.
Por la mañana del 20 de junio, los diputados se encuentran las puertas cerradas y a propuesta de Joseph-Ignace Guillotin (28 de mayo de 1738 – 26 de marzo de 1814), se reunieron en una pista de juego de pelota, donde los diputados se juramentaron para «no separarse y reunirse cualesquiera sean las circunstancias, hasta que la Constitución del reino esté establecida y fundada sobre base firme».
Este hecho fue el conocido como El juramento del juego de pelota, que todos los diputados suscribieron menos uno, nuestro biografiado Joseph Martin-Dauch. En aquella reunión, todos eran conscientes de la ilegalidad que pretendían, y de la ruptura con el poder real y la organización política y social tradicional de Francia. Y es de suponer que algunos de los presentes, quizá muchos, no estuvieran conformes… pero todos sucumbieron al miedo salvo Martin-Dauch.
Debemos imaginarnos la escena, en la que los alborotadores profesionales calentaron los ánimos de todos, y los llevaron a la excitación nerviosa. Redactado el Juramento, el presidente, Jean Sylvain Bailly (Paris: 15 de septiembre de 1736 – 12 de noviembre de 1793) fue llamando por su orden, uno a uno a los firmantes: senescal, Provincias y ciudades por riguroso orden alfabético. Todos firman servilmente, aun conscientes de la ilegalidad. Unos por ser los agitadores, y otros, por temor a enfrentarse a una mayoría avasalladora.
Llega el momento en que el presidente cita al representante de Castelnaudary. Joseph Martin-Dauch se acerca a la mesa parsimoniosamente, decidido, con el rostro en alto, como se asiste a las grandes ocasiones. Se acerca a la mesa y al presidente, le pasan agitadamente la pluma que los firmantes se han ido pasando de mano en mano, circunspecto se dirige al Presidente, en medio de la confusión y algarabía existente, y con voz clara y ritmo pausado dice «mis electores no me enviaron para insultar y desgarrar a la monarquía. ¡Protesto contra el juramento prestado!». Le rodeó la turbamulta que andaba por los alrededores, pues los más alejados no escucharon lo que decía.
Bailly, como presidente, se indigna ante la dignidad del personaje, y sus ojos se inyectan en odio, que es lo que esconde todo revolucionario en su interior. Y le insiste en que no puede quebrarse la unanimidad por un solo refractario. Y Dauch se muestra firme; y el presidente nuevamente le espeta «tenemos el derecho de abstenernos, no de oponernos al deseo de toda la asamblea», saliéndole del fondo de su alma la «tolerancia» demócrata, que pide tolerancia y respeto para sus opiniones y el desprecio para quien no tenga las suyas.
Dauch no se acobarda, y para dejar constancia de su discrepancia firma y junto a su nombre estampa la palabra “opposant”. Al momento, un matón, el diputado por Paris Armand-Gaston Camus, buscando el linchamiento del oponente, comunica a gritos a todos los asistentes, mientras señala con dedo acusador al discrepante: «anuncio a la asamblea que el señor Martin Dauch ha firmado: ¡oponente!».
Dauch es zarandeado, escupido, insultado, y hasta desde los ventanales del frontón, el populacho le insulta.
Bailly interviene nuevamente, se sube a la mesa, y después de lograr sino el silencio absoluto de la sala, sí al menos un ambiente más tranquilo que permita escuchar, pide al discrepante que exponga sus razones para oponerse a suscribir el juramente. Martín Dauch, tranquilo, impertérrito, intenta exponer sus razones «Declaro que no creo poder jurar llevar a cabo deliberaciones que no estén sancionadas por el rey, y que…», y en ese momento es interrumpido nuevamente por los asistentes, que levantan sus voces, y hasta gritan «¡Muerte!»
Bailly interviene nuevamente, pero es imposible calmar a los presentes en la sala, y para rebatir al Diputado de Castelnaudary dijo «La asamblea ya ha publicado los mismos principios en sus discursos y en sus deliberaciones, está en el corazón y en la mente de todos sus miembros reconocer la necesidad de la sanción del Rey para todas las resoluciones tomadas sobre la constitución y la legislación; pero ésta es una determinación interna tomada por la asamblea y, en consecuencia, un acto que no está sujeto a sanción.» No obstante Martin-Dauch no cede y finalmente ante la imposibilidad de poner orden un alguacil prudente, Guillot, introduce al discrepante por una puerta oculta que daba a la calle, para salvarle de un linchamiento. La asamblea se ocupó entonces de discutir sobre si debía ser eliminada la firma discrepante y la palabra «opuesto» o no, y finalmente se decidió dejarla como prueba de la libertad de voto y de conciencia que decían defender, poniendo en la cabecera del juramento que había sido tomado por «unanimidad, menos uno». Tal frasecilla da prueba del juego de lenguaje propio de la Revolución, pues es evidente que la unanimidad solo es posible si es de todos, pues en otro caso es simplemente mayoría.
Al día siguiente, no obstante, el presidente intenta obtener la retractación del disidente, y al no conseguirlo le aconsejó que se abstuviera de volver a aparecer por la Asamblea.
Sin embargo, el valor de Martin-Dauch fue más allá pues cuando el Rey cedió y el 27 de junio invitó a la nobleza y al clero a que se unieran a la nueva asamblea y el 9 de julio, la misma adoptó el nombre de Asamblea Constituyente; Martin-Dauch continuó ocupando su puesto y participando en los debates hasta la finalización de los Estados Generales. Y es más, el día que Luis XVI acudió a la asamblea para aprobar la Constitución, todos los asistentes permanecieron sentados menos Martín-Dauch que se levantó y cumplimento al Rey, su señor natural. Su figura, firme, enhiesta, humildemente orgullosa era la representación simbólica, en carne y hueso, de la vieja Francia, la del honor y la caballerosidad.
Terminados los Estados Generales, se retiró a su tierra, donde fue acosado y perseguido, llegando a sobrevivir a un intento de asesinato. Se refugió más tarde en Tolouse, donde fue detenido en tiempos del Terror, librándose de la guillotina por la habilidad de un amigo, que cambió su nombre en el expediente, poniendo Martin d’Auch de forma que el magistrado encargado pensó que se trataba de un simple ciudadano de la localidad de Auch y lo dejó en libertad. Volvió a su casa y allí murió en 1801 rodeado de su familia.
Ilustraciones:
001.- Detalle de la firma de Martin-Dauch en el pliego del juramento. La firma es ilegible por lo entrecortado del trazo, señal del apresuramiento con la que tuvo que firmar.
002.- El Juramento rechazado por Joseph Martin-Dauch
003.- El Juramento de la Pelota, de Jacques-Louis David. En el extremo derecho, sentado en una silla, encogido de brazos, tocándose los hombros con las palmas, Joseph Martin-Dauch. El cuadro le fue encargado al autor por la Sociedad de Amigos de la Constitución, si bien David no llegó a finalizar la obra, que continuó un discípulo suyo siguiendo su boceto. Y no la terminó por temor a las represalias en tanto en cuanto alguno de los principales protagonistas del Juramento, y que por tanto debían aparecer retratados, fueron poco después devorados por la revolución, que les consideró traidores.
004.- Detalle de Joseph Martin-Dauch en un grabado inspirado en la obra de Louis David.
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