La Iglesia enseña que la verdadera y plena santidad es el heroísmo de la virtud. El honor de los altares no es concedido a las almas hipersensibles, débiles, que huyen de los pensamientos profundos, del sufrimiento pungente, de la lucha, de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo en definitiva. Recordando las palabras de su Divino Fundador, “el Reino de los Cielos es de los violentos” (Mt. 11, 12), la Iglesia sólo canoniza a los que en vida combatieron auténticamente el buen combate, arrancando el propio ojo o cortando el propio pie cuando causaba escándalo, y sacrificando todo para seguirle únicamente a Él.
En realidad, la santificación implica el mayor de los heroísmos, pues supone no sólo la resolución firme y seria de sacrificar la vida si fuere necesario para conservar la fidelidad a Jesucristo, sino más todavía, la de vivir en la Tierra una existencia prolongada, si Dios quiere, renunciando en todo momento a lo que más se quiere, para apegarse apenas a la divina voluntad.
Cierta iconografía, lamentablemente muy frecuente, presenta a los santos bajo un aspecto muy diferente: criaturas blandas, sentimentales, sin personalidad ni fuerza de carácter, incapaces de ideas serias, sólidas y coherentes, almas llevadas apenas por sus emociones y por ello totalmente inadecuadas para las grandes luchas que la vida terrena trae siempre consigo.
La figura de Santa Teresita del Niño Jesús fue especialmente deformada por la mala iconografía. Rosas, sonrisas, sentimentalismo inconsistente, vida suave, despreocupada, huesos de azúcar y sangre de miel, es la idea que nos dan de la gran e incomparable santa.
Pero la Teresita auténtica es la fotografiada poco antes de su muerte ocurrida el 30 de septiembre de 1897, a los 24 años de edad. La fisonomía está marcada por la paz profunda de las grandes e irrevocables renuncias. Los trazos tienen una nitidez, una fuerza, una armonía que sólo las almas de una lógica de hierro poseen. La mirada habla de dolores tremendos, experimentados en lo que el alma tiene de más recóndito, pero al mismo tiempo deja ver el fuego, el aliento de un corazón heroico, dispuesto a avanzar cueste lo que cueste.
Contemplando esta fisonomía fuerte y profunda, como sólo la gracia de Dios puede transformar el alma humana, se piensa en otra faz: la del Santo Sudario de Turín, que nadie podría imaginar. Entre el rostro del Señor muerto, que es de una paz, una fuerza, una profundidad y un dolor que las palabras humanas no consiguen expresar, y el rostro de Santa Teresita, hay una semejanza imponderable pero inmensamente real.
No es de extrañar que la Santa Faz haya impreso algo de sí en el rostro y en el alma de aquella que en religión se llamó precisamente Teresa del Niño Jesús y de la Sagrada Faz.
Este artículo se publicó originalmente en https://plineando.blogspot.com/
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