Tras un feliz noviazgo iniciado en 1978 entre los padres de la Constitución y los actores del nacionalismo, la relación pronto se agrió. Cuando algunos quisieron despertar del cuento de hadas protagonizado por nacionalistas aparentemente moderados, iniciado tras la muerte de Franco, ya era demasiado tarde. Pronto la fierecilla domada del nacionalismo, se tornó en la bruja del cuento y se quiso combatir con el marco constitucional que los españoles “nos habíamos dado” (o eso creían algunos ingenuos). Desde hace décadas, en la medida que el nacionalismo iba mostrando su verdadero rostro, primero se le quiso combatir con el consenso y dádivas. Al demostrarse lo insaciable de sus aspiraciones se le quiso frenar con leyes emanadas de la Constitución. Pero pocos son los que se han querido dar cuenta de que la Constitución no es el remedio, sino la causante de la enfermedad en nuestro cuerpo social. En una serie de artículos para POSMODERNIA queremos ofrecer un análisis detallado de por qué es imposible frenar el separatismo desde el “constitucionalismo”. Una parte de esta argumentación fue expuesta en nuestra obra La Constitución incumplida (SND editores, 2018).
La Constitución de 1978: un proceso falsamente constituyente
Por mucho que los “demócratas de toda la vida” lo quieran negar, el nuevo Régimen constitucional, fruto de las elecciones a Cortes de 1977, estaba engarzado en la legislación franquista (el famoso “ de la ley a la ley”). El constitucionalismo nacía esquizofrénico. Por un lado, nadie podía negar que la legitimidad constitucional venía del franquismo. Por otro lado, los padres de la criatura realizaron esfuerzos ímprobos para distanciarse y romper con el franquismo. Jurídica y políticamente la situación era (y es) kafkiana. La Constitución fue diseñado como un marco legal que debía disolver la estructura política -el franquismo- que le había dado la vida.
Como hemos podido comprobar, las leyes de memoria histórica, iniciadas por el gobierno Zapatero, perfectamente constitucionales, son el inicio de una nueva “transición”. Como por arte de birlibirloque, se ha intentado transformar la fuente de legitimidad constitucional en la II República y no en el franquismo (“de la ley a la ley”, nuevamente). Esta “segunda transición” es necesaria para la izquierda porque, en el fondo, nunca hubo un proceso verdaderamente constituyente, sino un continuismo franquismo-democracia. Y eso la izquierda no lo ha podido perdonar. Grandes constitucionalistas como Pablo Lucas Verdú, reafirman que no existió susodicho «proceso constituyente», al menos formalmente o ab initio pues no se cumplieron todos los requisitos que determina la doctrina constituyente que se ha ido forjando desde el siglo XVIII. Estos requisitos serían los siguientes:
1.-Un proceso constituyente se origina de manera legítima cuando no es impuesto por la fuerza, ni tutelaje ni imposición alguna.
2.-Se han de convocar por parte de una autoridad legítima unas elecciones libres con carácter constituyente. Lo que se denomina comúnmente elecciones para Cortes Constituyentes.
3.-La asamblea que surge, debe crear equipos que propongan esquemas de trabajo. Sobre esta base se inician debates sobre los esquemas propuestos.
4.-Una vez fijado el nuevo texto constitucional, se sometería a referéndum del cuerpo electoral.
5.-Si fuera aprobado, se proclamaría la Constitución. Anteriormente se deberían dejar claras las condiciones de aprobación en función de porcentajes de participación electoral.
6.-Una vez aprobada la Constitución se debería convocar unas nuevas elecciones bajo una Ley electoral nueva, derivada de la las Cortes constituyentes.
En el proceso constituyente español, por un lado, es de todos sabido el tutelaje de EEUU y las fuerzas políticas europeas. Por otro lado, nunca hubo Cortes constituyentes. El Decreto del 15 de abril de 1977, convocó inequívocamente a unas elecciones para elegir Cortes ordinarias, por tanto carecían de mandato constituyente y “la Constitución que nos hemos dado” no sería legal. Los esfuerzos para “olvidar” este error del proceso constituyente, no impiden que será un argumento algún día cuando la izquierda decida romper el consenso de la transición (realidad que ya podemos dar por iniciada). Dejando de lado su “ilegalidad” formal, analicemos sucintamente los errores de la arquitectónica constitucional.
Parto prematuro, bebé imperfecto
Mª Teresa Gómez-Limón, en un interesante y sintético ensayo titulado ¿Existe una verdadera democracia real en España? (2015), expone los defectos de nuestra Constitución. La acusa de ser un texto formalmente contradictorio: en algunas partes de su articulado es extremadamente explícito y en otras mantiene altos niveles de ambigüedad e imprecisión. Fruto de la premura nunca se recurrió a verdaderos técnicos constitucionalistas que pudieran aconsejar sobre los defectos y contradicciones que en un futuro podrían llevar al colapso. Sinteticemos los principales defectos o problemáticas que suscita nuestra Carta Magna:
1.-En primer lugar, como ya hemos dicho, el defecto formal de su legitimidad al ser encargada por unas Cortes ordinarias y no Cortes constituyentes. Desaparecido el consenso político, la izquierda, con suficiente apoyo mediático y presión política, puede hacer dudar a muchos españoles de la “sacralidad” del texto que votaron sus padres.
2.-Hubo falta de transparencia en las etapas iniciales del proceso constituyente. Desde el propio Estado se propició la desmovilización de las distintas formas de acción colectiva. Sólo tras la aprobación de la Constitución se pudieron consolidar nuevos partidos y sindicatos financiados por potencias extranjeras, internacionales políticas y servicios de inteligencia varios.
3.-También, como señala Gómez-Limón: “Es un texto ambiguo, farragoso y, en ocasiones, oscuro e impreciso, fruto esencialmente de recoger precisiones y matices de procedencia distinta y de `contentar a todos´”. Y sigue: “Es, por ejemplo, desordenado y confuso el deslinde entre las competencias del Estado y el de las comunidades autónomas”.
5.-Es una Constitución, por un lado, con un articulado excesivamente extenso y, por otro, inacabado. Muchos de los títulos o artículos, recurren a la fórmula de un principio “que se desarrollará en posteriores leyes …”. Ello crea una situación compleja pues esta referencia a futuras y posibles leyes orgánicas que han de “concretar” la Constitución, convierten al legislativo en un poder constituyente perpetuo.
6.-El texto se inmiscuye en materias que no son de carácter constituyente y, por tanto, ha permitido aprobar posteriormente leyes intrusivas frente a la privacidad, la moral, las creencias y la libertad personal y social.
7.-La Constitución comporta un blindaje excesivo de unos derechos frente a un débil anclaje de otros. Por ejemplo, quedan especialmente protegidas la libertad de prensa (un guiño a la izquierda), o se consagra el libre mercado (un guiño a la derecha). Por el contrario, otros derechos bonhomistas, como el de la vivienda digna, derecho a la cultura o derechos laborales, quedan recogidos simplemente como “principios rectores de la política social y económica”, pero sin articulado.
8.-La metodología impuesta para su elaboración fue la de la primacía del pragmatismo sobre los principios. Ello permitió imponer el consenso político como método alegal de fundamento legal. Pero el consenso es como una piedra filosofal que funciona … hasta que deja de funcionar.
La piedra filosofal del consenso y su ruptura
La clave de la Transición reposaba sobre la palabra sagrada del “consenso”. Este término, novedoso para los españoles de entonces, venía a significar que los agentes provenientes del franquismo que estaban gestando la transición tenían que sacrificar sus principios si querían sobrevivir y mantener sus prebendas. Los sectores antifranquistas más radicales debían abandonar el maximalismo y replegarse en el minimalismo propio del estándar de las izquierdas socialdemócratas europeas. El jefe de Estado nombrado por Franco sería respetado por los republicanos siempre y cuando su figura rompiera con el franquismo y se encargara de encauzar a los restos del antiguo régimen. Ese fue el pacto de una generación de líderes y dirigentes. Pero en política hay algo inevitable: el tiempo y las generaciones pasan.
Como hecho simbólico que marca el final de la Transición tal y como la conocimos fue la abdicación de Don Juan Carlos. El oscuro consenso pactado con él ya no es válido para su hijo. Y por muchos que queramos cerrar los ojos, todos intuimos que es así. El fracaso de un proceso constituyente se manifiesta cuando el texto constitucional pierde su sacralidad y es visto por la nueva generación dirigente como un mero papel que puede retocado ante cualquier voluntarismo político. Y este es el punto en el que estamos. La arquitectónica constitucional empieza a carecer de legitimidad para una parte importante de la población. Adolfo Suárez pronunció una famosa frase para sintetizar lo que pretendía: “Vamos a hacer normal lo que en la calle ya es normal”. En realidad la sociedad tenía otro sentir muy diferente al de los pilotos de la Transición. Estos, violentando y manipulando conciencias a través de leyes e ingeniería social, alcanzaron una nueva “normalidad” social y la transmutación de los viejos valores.
Una parte muy importante de la sociedad no entendía los nuevos cambios, sino que simplemente los aceptaba tal y como venían. Y la mayor institución moral del momento, la Iglesia católica, no estuvo a la altura de los acontecimientos para orientar las conciencias. Quizá los españoles llevaban demasiado tiempo aceptando acríticamente cualquier norma o legislación derivada del poder constituido. Los sucesivos gobiernos y legislaciones que partieron del nuevo marco constitucional del 78, se encontraron una sociedad sin anticuerpos ante los procesos revolucionarios que habían desconocido durante cuarenta años. Ésta se dejó deslumbrar por la emoción de los nuevos tiempos que se avecinaban y excitada con promesas abstractas de libertad, mientras que el ligeramente pequeño Estado franquista se iba convirtiendo en un macro Estado burocrático-democrático que ahogaba toda libertad concreta.
Este hecho de someterse “felizmente” al tiránico Estado quedó legitimado en base a la Transición (tránsito) que nos alejaba del demonizado anterior régimen. Pero el propio concepto de transición nos lleva a una especie de imaginario (especialmente en el pensamiento de izquierdas) de un “movimiento perpetuo” hacia la utopía. El horizonte utópico evidentemente es la República y no cualquiera. Ha de ser una República confederada que pase por la destrucción de la soberanía nacional, y su reconstitución pactada por las teóricas pre-existentes soberanías nacionalistas. Es evidente que en este sueño confluyen socialistas y nacionalistas. Y abundando en los deseos, su sueño sería que el actual constitucionalismo se haga el harakiri como en su momento lo hizo el franquismo. Sin excesos, sin rupturas, con la aceptación de una domeñada sociedad y todo bajo un marco jurídico constitucional, “de la ley a la ley”, de la monarquía constitucional a la República (con)federal. Esta pirueta no podría ser siquiera soñada sin la connivencia de los nacionalistas.
Publicado en Posmodernia
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