(Gaudium Press) En términos generales, la inteligencia artificial es la combinación de algoritmos -secuencia de instrucciones para resolver un problema-, creando puntos de conexión que se asemejan a las capacidades del raciocinio humano. “Posee” gran conocimiento enciclopédico, porque ha “leído” mucho más de lo que podría hacerlo un ser humano en toda su existencia; claro que esta asimilación “artificial” de lo “leído”, no significa que sea una profunda comprensión.
Su expresión más conocida es el famoso ChatGPT (Chat Generativo Previamente Entrenado). A través de “él” se puede “conversar” simuladamente con una “persona” que da sus respuestas -previamente establecidas- de forma automática. Nada destacadamente innovador, podríamos decir, pues miles de millones de informaciones captadas de internet son su residuo “intelectual”. No es un accionar autónomo inteligente, pues, sin la información colocada en internet durante años, no podría prestar servicio alguno. La “inteligencia artificial” necesitó de la inteligencia humana.
En singular intercambio, se pueden crear o generar – para usar su pomposo título de generativo – textos, producir imágenes, crear vídeos, hasta hacer obras de arte basado en lo que ha “aprendido”. La propia empresa OpenAI, que está detrás de ella, reconoce que no siempre las respuestas son precisas.
Hay los que afirman -con optimismo todo especial- que logra ostentar un desempeño a nivel humano. Otros alertan que pondrá en peligro muchos puestos de trabajo, que facilitará la información falsa, el accionar de potenciales delincuentes cibernéticos, la suplantación de identidades, la piratería, etc.
Ya tenemos entre nosotros a los chatbots, de atención al cliente, que responden a pedidos de una pizza o similar, sustituyendo el accionar humano, pero sin inteligencia “emocional”, factor exclusivo de la persona en cuestión. En el mundo actual, un trabajo es un teléfono y los “trabajadores” son, a la vista diaria, los Rappi, los Ubers, los Pedidos Ya…
Ya se nos responde automáticamente a todo: nos indican la ruta a seguir, nos dan el clima, ofrecen películas y música, encontramos material alimenticio, remedios y hasta un diagnóstico de salud, consultas de cualquier tema que precisemos. Al pasar del tiempo, de la escritura a mano a la máquina de escribir y después al procesador de texto, acabamos no ejercitando los dones humanos, vivificándolos. La creatividad humana fue quedando erosionada.
Hay quienes sueñan que esta “revolución tecnológica” alcance la comprensión de las cosas, funcionando como un ser humano: que llegue a percibir su entorno, reaccione y tome actitudes, logrando articular deseos, propósitos, creencias. Ambicionan imitar las redes neuronales del cerebro, donde está la verdadera inteligencia.
La polémica alcanza a todos los espacios del pensamiento, tanto cívico como religioso; éstos últimos aseguran, y con razón, que es imposible crear una verdadera inteligencia artificial, pues los computadores
-según las directrices de su programación- responderán de lo que se le haya introducido, como un loro erudito, que parece saberlo todo, pero, en concreto, no sabe nada; apenas “habla”, repite, y no sabe lo que dice, por más que vaya teniendo cada vez más información depositada.
Frente a tal cambio de realidades, surgen interrogantes: ¿Será que cambiará nuestra existencia? ¿Llegaremos a trabajar cuatro o cinco horas diarias? ¿Qué haremos con el tiempo libre que tengamos? ¿Qué pasará con el arte, literatura, la docencia? ¿Cambiará la forma en que las personas trabajan, aprenden, viajan, reciben atención sanitaria, se relacionan entre sí, impactando de lleno en la vida cotidiana?
Con la IA penetrando en todo -como una mente inteligente incorpórea- de tan conectados que estaremos, iremos perdiendo nuestra autonomía. En ese endiosamiento emerge como una religión nueva.
Por eso surgen más interrogaciones: ¿Quién está detrás de esas contestaciones automatizadas? ¿Quién y cómo se entrena a ese robot? ¿Será que la inteligencia de las máquinas superará a la de los humanos? ¿Conviviremos con robots en un futuro no lejano? ¿Qué será del convivio humano y de nuestra relación con Dios?
El peligro está en caminar a una deshumanización, en la que el robot nos mira, pero no nos ve; nos oye, pero no entiende; cuando responde, no lo hace interesado en nosotros. Será la pérdida del relacionamiento humano.
Un futuro que preocupa
Somos un compuesto de alma y cuerpo, es a través de los sentidos externos, centralizados en el cerebro, que tomamos conocimiento de las cosas. Nada hay en la inteligencia que no haya pasado por ellos. Al mismo tiempo, el pensar depende del cerebro el realizarlo. La realidad nos muestra que la esencia de la persona está en el alma. Lo que nos hace diferentes a un chabot es tener una vida finita y no programada, tener emociones, intuición, imaginación. Especialmente ver y considerar al prójimo, queriendo hacerle bien.
Las máquinas no piensan, apenas nos superan en su capacidad de almacenamiento y en la velocidad de procesar las informaciones.
Preocupa, por lo tanto, ese futuro ambiguo, quedando buena parte de la vida de los hombres a cargo de una “inteligencia artificial” que actuará sin moral alguna o con otra “moral”. El anonimato penetrando en todos los ámbitos, y con eso la ausencia del trato total. Las personas se sentirán completamente sin rumbo, desasistidas y en una crisis de afecto colosal. Una superinteligencia dominando todo de una manera impalpable.
Son los propios genios de la tecnología que lo afirman. Así fue Jaron Lanier, considerado el padrino de la realidad virtual , que decía, en una entrevista con The Guardian, en marzo 2023: “El peligro es que usemos nuestra tecnología para volvernos mutuamente ininteligibles o volvernos locos, si se quiere, de una manera que no actuamos con suficiente comprensión e interés propio para sobrevivir, y morimos por locura, esencialmente”.
El famoso físico británico Stephen Hawking dijo a la BBC, en 2014, cuatro años antes de morir: «El desarrollo de la inteligencia artificial completa podría significar el fin de la raza humana”.
Así la humanidad podrá caer en un tal vacío, en una tal Babel, en una tal asfixia ante la falta de afecto, en un mundo de ilusión. Los hombres saldrán gritando por las calles: “quiero ser libre”, “quiero ser creativo”,
“Construyamos una ciudad, con una torre que llegue hasta el cielo. De esta manera nuestro nombre será famoso y no seremos esparcidos por la faz de la Tierra. El Señor bajó y dijo: Son un solo pueblo y hablan un solo idioma, y comenzaron a construir esto. Pronto nada podrá detener lo que planean hacer. Venid, bajemos y confundamos el idioma que hablan, de modo que ya no se entiendan entre sí. Entonces el Señor los dispersó desde allí por toda la tierra, y dejaron de construir la ciudad” (Génesis 11, 1-9). Su nombre era Babel…
(Publicado originalmente en La Prensa Gráfica de El Salvador, 12/11/2023)
Por el P.Fernando Gioia, EP – www.reflexionando.org
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