Hoy es la fiesta de la Presentación de Nuestra Señora en el Templo que vemos en el cuadro de Tiziano.
El fundamento teológico de estos comentarios es la Inmaculada Concepción.
Como Ella, desde el primer instante de su ser, fue concebida sin pecado original, no tenía las limitaciones que son inherentes a este último. Entre esas limitaciones está el hecho de la persona nacer con inteligencia, pero sin el uso de la razón. Este solo viene más tarde, con del desarrollo del cuerpo. Con Nuestra Señora, no. Ella tuvo, desde el primer instante, el uso de su inteligencia. Y, naturalmente, como era la Madre de Dios, desde el comienzo recibió gracias elevadísimas y tenía por tanto una contemplación necesariamente altísima. De manera que en Ella se reunían en su infancia, como en la de Nuestro Señor, aspectos aparentemente contradictorios. Por una parte, Ella tenía una contemplación que era aún mayor que la de los mayores santos de la Iglesia. Pero, por otro lado, tenía toda la actitud de una niña. Y no hacía uso externo de tal don, queriendo, por humildad, vivir como cualquier otra niña.
De tal manera que quien tratase con Ella, a no ser por alguna expresión de la mirada, por alguna cosa así, tendría la sensación de estar tratando con una verdadera niña, común, igual que todas. Es como Nuestro Señor Jesucristo, que quería ser alimentado, cuidado, tratado como un niño, aunque fuese Dios, soberano Señor y Rey del Cielo y la Tierra.
En la Sagrada Familia se pueden contemplar las reversibilidades de la grandeza con la simplicidad en los gestos de la vida cotidiana.
San Joaquín y Santa Ana ciertamente sabían que era una Niña destinada a cosas altísimas con relación al Mesías. Ella al entrar en el Templo para presentarse, evidentemente realizaba el primer paso de la plenitud de la historia del Templo de Jerusalén. El Templo conoció su plenitud en la segunda visita, cuando fue a presentar al Niño Jesús, y les recibieron Ana y Simeón, que representaban la fidelidad. Ahí los fieles reconocieron al Enviado y se realizó la conexión entre los justos de la Antigua Ley y la promesa que se cumplía.
El Templo de Jerusalén en su majestad sacral, en su grandeza, era aún habitado por la gloria del Padre Eterno, donde se realizaban sacrificios, el lugar más sagrado de la Tierra. Era el tiempo en que la gran historia y al mismo tiempo la gran tragedia del Templo se iba a realizar. El Mesías iba a entrar en el Templo y el Templo le iba a rechazar. El fin de esa tragedia Bossuet lo llama magníficamente “las pompas fúnebres de Nuestro Señor Jesucristo” cuando comenta que, al expirar Nuestro Señor, el Padre Eterno dispuso el ocultamiento del sol, el oscurecimiento del cielo y el temblor de la Tierra. Los ángeles sacudieron el Templo con indignación, probablemente recibieron orden de entregarlo a los demonios que realizaron una especie de sabbat lleno de abominaciones. Fue el fin de la historia del Templo.
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