En los primeros años del siglo XX tuvieron lugar acontecimientos capitales en la historia contemporánea de Portugal —totalmente ignorados por los españoles, naturalmente—: el rey Carlos I y el príncipe heredero Luis Felipe fueron asesinados el 1 de febrero de 1908 en Lisboa, se proclamó la república, se cambiaron la bandera, el himno, la moneda y hasta la ortografía de la lengua portuguesa. De algunos de estos hechos y de ese ambiente de crisis dan cuenta varios de los artículos escritos esos años por Unamuno que tratan de algunos de sus viajes al país vecino, así como de aspectos de la cultura portuguesa (especialmente de su literatura y pensamiento) y de sus gentes.
Por tierras de Portugal y España, publicado por Biblioteca Renacimiento en 1911, es el tercer libro de viajes de Unamuno (descontando Apuntes de un viaje por Francia, Italia y Suiza, texto de 1889 pero impreso en 2017). Como el resto, es una recopilación de artículos y crónicas previamente aparecidos en publicaciones periódicas. Los doce primeros escritos están dedicados a Portugal o a temas portugueses y los catorces restantes a algunas regiones españolas (Galicia, Castilla, Canarias, Extremadura, Cataluña, País Vasco). Fueron apareciendo entre los años 1906 y 1909 en La Nación y en España, ambos de Buenos Aires, y en El Imparcial de Madrid. Por tierras de Portugal y España es una obra miscelánea donde conviven la crónica viajera y política, la estampa costumbrista, el ensayo literario, la semblanza biográfica y el apunte memorialista.
Llegué desde Lisboa a la estación de Vallado, ya de noche, y de Vallado a Alcobaça me llevó un desvencijado cochecillo. Distraje el frío y la soledad imaginándome lo que sería aquel camino envuelto entonces en tinieblas: ¿por dónde vamos?
Y fue en un hermoso amanecer de fines de Noviembre, en verdadero veranillo de San Martín, cuando salí á ver el histórico monasterio de Alcobaça, cenobio de bernardos en un tiempo.
Doraba el arrebol del alba las colinas, yendo yo derecho al monasterio, la fachada de cuya iglesia atraía mi anhelo. Esta fachada, severa, pero poco significativa, se abre a una gran plaza tendida á toda luz y todo aire. Al entrar en el templo, me envolvió una impresión de solemne soledad y desnudez. La nave muy noble, flanqueada por sus dos filas de columnas desnudas y blancas; todo ello algo escueto y algo robusto. Allá en el fondo un retablo deplorable, con una gran bola azul estrellada y de la que irradian rayos dorados. Las naves laterales semejan desfiladeros. Y me encontraba solo, y rodeada de majestad, como bajo el manto de la Historia.
Vagando fui a dar a la sala de los Reyes. Los de Portugal figuran en estatuas, a lo largo de sus paredes. En el centro, un papa y un obispo coronan a Alfonso Henrigues, el fundador de la Monarquía, arrodillado entre ellos. Hay en la sala un gran calderón, que el inevitable guardián-cicerone, que acudió al oír resonar en la soledad pasos, me dijo haber sido tomado a los castellanos en Aljubarrota. Me asomé á su brocal; estaba vacío.
De esta sala pasé al claustro de don Dionís, hoy en restauración. Hermoso recinto, nobilísimo y melancólico. El agua de la fuente canta la soledad de la historia entre las piedras mudas de recuerdos, y un pájaro cruza el pedazo de cielo limpio, de caída de otoño, cantando ¿quién sabe a qué? Las piedras se miran en la triste verdura del recinto. Y luego pasé a ver el otro claustro, más vivido, más casero, el llamado del Cardenal, donde hoy hay un cuartel de artillería. Todo el antiguo convento de monjes bernardos me lo enseñó un sencillo campesino con uniforme de soldado de artillería. El pobre mozo sólo veía allí el cuartel, sin saber nada de monjes. «Aquí hacemos el ejercicio, aquí es el picadero, aquí…», etc. En la puerta de lo que fue antaño biblioteca, decía aquello de los proverbios «viam sapieniie monstrabo», te enseñaré el camino de la sabiduría. Y me la enseñó un recluta portugués, pero estaba vacía y no era camino, sino sala (…)
Como buen iberista, Unamuno recorrió Portugal en numerosas ocasiones y entabló amistad con algunos de sus mejores escritores, como es el caso de Guerra Junqueiro. Para Unamuno, el alejamiento espiritual y la escasa comunicación cultural entre España y Portugal se debe «a la petulante soberbia española, de una parte, y a la quisquillosa suspicacia portuguesa, de la otra parte». En estos artículos, algunos escritos en Salamanca y otros en tierras portuguesas, nos habla de Eúgenio de Castro («delicadísimo poeta portugués»), Teixeira de Pascoaes, Antero de de Quental, João de Deus Ramos, José Maria Eça de Queirós, Joaquim Pedro de Oliveira Martins («Su História da Civilização Ibérica debería ser un breviario de todo español y todo de portugués culto») y de Camilo Castelo Branco, novelista por el que Unamuno sentía una especial devoción y al que leía vorazmente. En otras piezas habla del regicidio de don Carlos y de la situación política en el país. Hay crónicas de sus visitas a Braga, O Bom Jesus do Monte, Guarda, Espinho y al Monasterio de Alcobaça, así como interesantes aproximaciones a la sociología de la saudadosa nación lusa («Portugal es un pueblo triste, y lo es hasta cuando sonríe.[…] Es un pueblo de suicidas, tal vez un pueblo suicida»).
A excepción de un artículo dedicado a la novela La gloria de don Ramiro del escritor argentino Enrique Larreta, la otra mitad de este volumen trata de sus viajes diferentes partes de España. Comparte Unamuno la idea de Azorín —otro incansable viajero por todas las tierras españolas— al considerar que la base del patriotismo es la geografía: «Estas excursiones no son sólo un consuelo, un descanso y una enseñanza; son además, y acaso sobre todo, uno de los mejores medios de cobrar amor y apego a la patria». Las montañas, los campos, las ciudades y los pueblos evocan en Unamuno sentimientos complejos: en primer lugar líricos y estéticos, donde la sobriedad de los paisajes —especialmente los castellanos— trasladan al escritor a regiones introspectivas, de modo que el coprotagonista de estos textos acaba siendo Miguel de Unamuno; y en segundo lugar, es también la herramienta primaria de indagación y reflexión sobre la actualidad social y cultural de la España de entonces.
Hay que hacer notar que todavía a principios del siglo XX el acceso a muchos pueblos y comarcas españolas era difícil y trabajoso debido a la falta de buenas carreteras y de ferrocarril, de modo que a veces era imprescindible llegar a zonas de sierra o apartadas a lomos de mula o a pie. Esto no suponía ningún obstáculo para Unamuno, que aceptaba el sacrificio gustoso con tal de disfrutar de un panorama magnífico o de unos monumentos interesantes. Así ocurre, por ejemplo, con sus visitas a las extremeñas Yuste, Guadalupe y Trujillo, lugares que no gozaban entonces del justificado interés turístico actual. También visita Ávila, ciudad mística donde Unamuno siente las esencias más profundas del alma española. En sus viajes a Canarias (La Laguna y Gran Canaria) admira la belleza de sus paisajes y la templanza del clima pero advierte de excesivo aplanamiento e indolencia de sus habitantes, precisamente por el buen tiempo. Otros dos artículos los dedica a recordar sus andanzas por el País Vasco, en concreto Oñate, Aitzgorri y San Miguel in Excelsis. Aunque prefiere el campo y las pequeñas ciudades Históricas, Unamuno también narra su estancia de tres semanas en Barcelona, ciudad por la que manifiesta, a pesar de su belleza («Es innegable que Barcelona es unan hermosa ciudad»), cierto recelo dada la secular jactancia y vanidad de sus habitantes que experimentó personalmente («megalomanía colectiva o social de que está enferma Barcelona»). En fin, Por tierras de Portugal y España me parece de uno de los libros viajeros más entretenidos y atractivos de don Miguel, y de los de más fácil acceso para el lector actual.
Alianza Editorial (2014)
Colección: Libro de bolsillo
296 págs.
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