Reeditamos hoy, un artículo de hace más de 50 años, que sigue tan vigente hoy como entonces.
Carlismo y separatismo
Por Francisco Elías de Tejada
[Artículo publicado en la revista VM, nº 3, de agosto-septiembre de 1969]
Con el papanatismo europeizante, que es gala mayor de quienes gustan de sentar entre nosotros plaza egregia de «intelectuales», está asomando por el horizonte de la moda política el que ya definen «problema del regionalismo». Como aquí llevamos casi tres siglos de copistas segundones y serviles, no es de extrañar que después del federalismo de Bonn y de las propuestas del general De Gaulle para el referéndum francés del 27 de abril, nuestros doctos «á la page» empiecen a pensar en la conveniencia de regionalizar lo que de las Españas queda en este rincón de Occidente. Y llegaremos a ver cómo cada día, con creciente estruendo, nos irán atronado los oídos con las propuestas más variadas, vengan o no a contrapelo de la realidad española; canonizadas por plausibles desde el punto en que copien fórmulas extrañas. Que es así como se viene pensando en política entre nosotros desde el triste recodo histórico del funesto 1700.
Adelantándonos al inevitable confusionismo de estos ajustadores a la fuerza de nuestra realidad a las extrañas realidades, parece que los carlistas debiéramos decir algo en tales temas, en los que la serenidad de una historia inmaculada de españolía heroica ha servido la pasión por continuar de veras la propia trayectoria histórica, interrumpida por el absolutismo del siglo XVIII y por su heredero, el liberalismo del siglo XIX: esto es, por los dos enemigos seculares que con tanta aspereza combatimos.
Porque resulta fácil profecía que incluso en estos temas se nos verá negada la sal y la pimienta de la opinión. Ya he oído hablar de que es preciso sustituir a la historia por la economía y necesario hablar de regionalismo de núcleos industriales o agrarios mejor que de comarcas acuñadas por la historia. Poco a poco se nos irá calumniando de enamorados desenterradores de un ayer imposible, ajenos a las circunstancias de la hora. A la postre va a resultar todavía que los únicos que nada entienden de regionalismo somos nosotros, precisamente los carlistas. La técnica suplantará a la historia viva y arrumbaremos la Tradición para sustituirla con tablas de estadísticas encauzadas en planes de desarrollo.
Los datos físicos, la geografía o la economía, la raza o los cuadros de productividad, vendrán a ser para estos técnicos desarraigados el frío aparato con que intentarán colocarse al ritmo de las modas extranjeras, olvidando la sustancia viva de las Españas tradicionales. Brotarán comarcas en nuevas artificiales primaveras al compás del tractor o de la fábrica, y en el acabamiento del absurdo proceso mimético, querremos reedificar una España con arreglo a los planes formados en un laboratorio de mesas metálicas y grandes ventanales de cristal.
La quiebra estará en que padecemos el cáncer del separatismo, y que los separatismos nacieron precisamente de aplicar a las candentes temáticas regionalistas parejos criterios ahistóricos a los que sueñan emplear nuestros técnicos en su afán de reordenar la Patria con cabal copia de las nuevas modas europeas en boga. Ciegos para entender lo que el Tradicionalismo es y para captar la eficacia única del concepto de la Tradición política, van a enfrentarse con la trágica mentira de los separatismos empleando armas sacadas del mismo arsenal lógico que las usadas por quienes han ennegrecido nuestra piel de toro. Con lo cual, el nivel de los errores con los que se enfrentan, apenas si conseguirán envenenar las cuestiones en vez de resolverlas; si es que no apoyan con sus yerros los yerros que pretenden combatir.
Porque los nacionalismos regionalistas son la consecuencia de dos cosas: de una desazón psicológica y de un positivismo ideológico.
La desazón psicológica apareció cuando la derrota del Carlismo hizo presentar como sola manera de defender las personalidades regionales, separar la causa foral (que era variedad) de la causa de la legitimidad monárquica (que era la unidad precisa). Con lo que se rompió el maravilloso equilibrio de las Españas verdaderas y las energías de la dispersión aspiraron a quebrar la unidad española desde el momento en que dejaron de frenarlas las fuerzas de la cohesión de la realeza.
El positivismo ideológico nació cuando fue preciso dar raíz a semejantes posturas destructoras. Ayudó la moda sutil del tiempo y ayudó la negación de la historia de las doctrinas liberales. Buscóse construir las realidades políticas regionales fuera de la historia, apelando a los criterios inmediatos de la raza o de la geografía, asumidos de un modo directo y no tomados a través de su influjo en la historia, de la cual se quiso renegar. Fue la hora de la raza «baska» o de «los hechos diferenciales catalanes», donde se acoge a los datos físicos en su eficacia inmediata, sin ponderarlos en su dimensión histórica de repercusiones seculares.
Pudimos los carlistas ser en una pieza españolísimos y regionalistas porque nunca caímos en equívocos tales. Afirmamos la plenitud de la historia política y la recogimos en su realidad perfecta, sin despeñarnos en el positivismo que desdeña la tradición que es historia acumulada, ni romper el equilibrio justo que sujeta la variedad fecunda a la unidad de la realeza.
Fueros y Monarquía eran los dos pilares en los que asentamos sólidamente la vigencia de una Tradición que quisimos continuar a la española, sin copiar las sucesivas modas europeas de absolutismos y de liberalismos. Por eso pudimos pensar, coincidiendo en ello con cierta aguda mente también españolísima, que los nacionalismos son una estupidez. Dios quiera que la hora presente del afán europeizante no nos haga renegar de nuevo de la Tradición y tropecemos en esa otra estupidez en boga que es sacrificar la Historia viva en los altares de la Técnica quimérica.
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