Una mirada sobre el panorama político europeo, no puede ser más desalentadora. Se ha degradado la Política hasta dejarla reducida a un mero oportunismo, a una rivalidad de grupos, a una inquietud de futuro puramente orientada por la eficiencia técnica del presente, que únicamente puede tener valor instrumental. Se la ha dejado así, en sólo exterioridad, desnucleada de sus fundamentos doctrinales y de su finalidad trascendente.
Ello resulta muy apropiado para espíritus superficiales o acomodaticios, pero debe ser por el contrario, acicate para restablecer la Política, con urgencia, sobre las bases eternas de la verdad, que hay que predicar «con ocasión o sin ella». «Porque vendrá tiempo en que los hombres no podrán sufrir la sana doctrina, sino que acudirán a una caterva de doctores según su gusto, que alaguen los oídos y se amolden a sus desordenados deseos y cerrando su oído a la verdad, lo aplicarán a frivolidades» (San Pablo a Timoteo).
Es cierta la observación de Donoso, de que en toda cuestión política, late una temática religiosa y no es un tópico, sino una certeza histórica, que conviene sea recordada de vez en cuando, que la raíz de la revolución se encuentra en la herejía. El ataque al planteamiento cristiano de la política, se encuentra inicialmente en los autores protestantes, que para defender una supuesta libertad de conciencia y culto, radiaron interesadamente a la religión y a la moral del campo derecho, considerando que aquellas cuestiones respondían al fuero interno y eran libres y no habían entrado en el pacto político, que sólo regulaba la coexistencia social externa. De esta manera, quedaban la Política, como ciencia y arte del gobierno de los pueblos y el derecho, como ordenación jurídica de la comunidad, desvinculados de toda normatividad superior y flotando en el vacío de sí propios, sin anclaje ni orientación. Era el fundamento para la formulación del más descarado positivismo jurídico.
Pero como cuando no hay una contención moral, ha de buscarse la razón ordenadora de la convivencia humana, en cota más baja y más degradante, los filósofos del siglo siguiente, sustituyen la inviolabilidad superior de la norma, por la coacción física, como la nota constitutiva del derecho, con lo que vienen a entregar a la sociedad al arbitrio de la fuerza. Así hoy, basta a cualquier asaltante de fortuna del poder público, su mera posesión, para considerarse autorizado en derecho, para imponer a la colectividad las mayores aberraciones políticas. No sólo se ha acabado así con la libertad, sino también con la dignidad humanas, que sólo pueden basarse eficazmente, en la justicia.
Porque en definitiva, toda Política, se reduce a hacer justicia y ese es el oficio de Rey: «…el Rey es puesto en la tierra después de Dios para cumplir la justicia e dar a cada uno su derecho» (Partida 2.a , T. I. L. V.). Pero la justicia es fundamentalmente una virtud, un hábito, una disposición de ánimo, «constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que es suyo» (Sto. Tomás). Ya la formulación romana del derecho iba precedida de dos preceptos claramente morales como presupuesto, «vivir honestamente», «no dañar a otro», que indicaban la filiación virtuosa de aquél. En el Fuero Juzgo (T. I, L. II) lo encontramos maravillosamente establecido: «Onde el re, debe aver duas virtudes en sí, mayormiente iusticia y verdad».
Pero la virtud supone una relación de hombre a Dios y resulta incomprensible en una moral laica o inconcreta. «Nuestro Sennor que es poderoso rey de todas las cosas e fazedor, él solo cata el provecho, e la salud de los omnes, e manda guardar iusticia en la su santa ley a todos los omnes que son sobre la tierra; y el que es Dios de iusticia e muy grand lo manda».
La virtud moral de la justicia se concreta, al regular las acciones humanas, en el derecho. Lo mismo en la mente de Dios (derecho natural) que en las disposiciones de la autoridad civil (derecho positivo). Pero lo que no puede hacerse es separar en compartimentos estancos, algo por esencia común y que dice relación de género (justicia) a especie (derecho); por lo que no resulta impropio, manejar indistintamente ambos conceptos.
Quehacer principal será, por tanto, para quienes tengan preocupación y responsabilidad políticas, replantear en sus verdaderos términos un problema olvidado por siglo y medio de claudicaciones y pragmatismos, para sacar a la Política de su abyección actual elevando sus formulaciones a asuntos de moral y de conciencia.
Raimundo de Miguel (artículo publicado en «Montejurra, Semanario de Actualidad», año I, número 4, de 14-21 de febrero de 1965)
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