Por Luis Ortiz y Estrada
[Publicado en «Misión, revista de actualidad mundial», de 21 de julio de 1945]
El hombre es hombre por su alma inmortal, y está llamado por Dios a un destino Inmortal de carácter sobrenatural reconquistado para él por los méritos ganados Por Jesucristo en la Redención. Nada ni nadie en la Creación puede interponerse entre el hombre y su destino, que es el supremo bien comprado con la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor. Pero los méritos de la Sagrada Pasión le serán imputados al hombre, si durante su vida terrena practica determinadas virtudes y cumple sus deberes; virtudes y deberes que conoce por la razón y por el testimonio indiscutible de la divina Revelación. En el Evangelio se dice que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, sean éstos quienes fueren, sin excluir a ninguna de las más elevadas dignidades.
Es el hombre, con su alma inmortal y su cuerpo resucitado, el que está llamado al supremo fin de gozar eternamente de la presencia de Dios; y es el hombre, con su alma, que no muere, y su cuerpo perecedero, quien ha de conquistar para si el supremo galardón. Dios lo dispuso de este modo al crear el hombre. Por eso, desde un principio, y por su condición de hombre, cada uno de los hombres, en relación con sus semejantes y con la Creación entera, tiene los derechos que para cumplir su deber y practicar la virtud le son necesarios; derechos que son personales, porque es la propia persona la que ha de ejercerlos para un fin estrictamente personal. Estos derechos los tienen todos los hombres de todas las razas aun los que viven en la civilización rudimentaria que no ha conocido la perfección social que supone la nación, como los tenía el hombre prehistórico de las hachas de sílex, como los tenía Adán con respecto a Eva y Eva con respecto a Adán. Y nadie ha podido ni puede negarlos al más miserable de los hombres, porque también éste ha sido creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios, y mediante ello salvar su alma.
No le es fácil al hombre, durante su peregrinación por la tierra, el cumplimiento de su deber y la práctica de las virtudes. Corrompida su naturaleza por la culpa original, se levanta contra él en primer lugar el desorden de sus pasiones impetuosas, que no pueden sujetarse sin esfuerzos heroicos de su voluntad ayudada por la gracia de Dios.
Para que tenga un apoyo en su peregrinación por el mundo, Dios creó al hombre sociable, con lo que le es mucho más fácil el propio perfeccionamiento de sus facultades y posible el ejercicio de determinadas virtudes. Pero esta vida social viciada por los efectos de la culpa original, es también origen de obstáculos al cumplimiento del deber en quienes de ella participan. El desorden de las pasiones de sus consocios interfiere el camino que cada uno va siguiendo con más o menos trabajos, con obstáculos que hacen más penoso el cumplimiento del propio deber.
Para que en la sociedad haya el orden necesario, Dios creó la autoridad que en ella ha de cuidar de promover y coordinar los esfuerzos de todos hacia el fin social específico, de manera que se subordinen al supremo de cada asociado del que aquél es medio. Y, claro está, que el primero de los deberes de la autoridad es poner, dentro de los límites de su acción, todo su empeño en conseguir que a cada uno de los asociados le sean respetados los derechos personales cuyo ejercicio le es indispensable para cumplir los deberes necesarios a la consecución del fin supremo. Para ello la autoridad ha de conocer cuáles son estos derechos, qué peligros les amenazan y tener voluntad firme de hacer que los derechos triunfen.
Pero la autoridad de origen divino, la cual encarna en instituciones humanas que los hombres desempeñan, está sujeta a la limitación propia de lo humano y al influjo de la viciada naturaleza del hombre. Para hacer frente a la necesidad de que los extravíos de la razón, tan sumamente influida por las pasiones, llegara a corromper la importantísima doctrina de los derechos y deberes de la persona humana, encargó Dios a la Iglesia, que Jesucristo creó para que perdurara hasta la consumación de los siglos, su conservación en sagrado depósito y el magisterio supremo en la interpretación de las enseñanzas que de ellos se desprenden; prometiéndola, además,
la asistencia especial del Espíritu Santo para librarla de error.
Y de ello se deriva en lógica consecuencia el derecho que el hombre tiene a la libertad de acción de la Iglesia, para que él pueda dejarse guiar por ella, ya que ella es la institución destinada por Dios con autoridad suprema e infalible para definir y ordenar lo necesario para alcanzar el supremo bien de la bienaventuranza final. Coartar la libertar de la Iglesia en sus diversas funciones, poner trabas a los fieles para que sigan sus divinos preceptos y consejos; impedir la libre comunicación entre la Iglesia y los fieles, con mayor razón si se Interfiere la autoridad civil entre una y otros, sometiendo a juicio las bulas, breves y despachos que emanen de la Sede Apostólica, equivale a erigirse en Juez de su doctrina o de su conducta y rechazar la suprema autoridad de su magisterio. Pero, además, es una lesión grave de los derechos secretísimos que los hombres tienen inherentes al deber sobremanera gravísimo de salvar su alma y alcanzar el bien supremo de la bienaventuranza final. Este es el daño gravísimo de que adolece el mundo moderno, empeñado en coartar la libertad de la Iglesia en mayor o menor grado, aun amenazando en sus códigos con la sanción de penas graves.
La Edad Media no conoció las Constituciones, pero toda su legislación, inspirada en las doctrinas de la Iglesia, estaba empapada del respeto a la persona humana y a las sociedades infrasoberanas que de ella naturalmente emanan. Estas, enlazadas en una bien tramada red daban poder efectivo a la que Mella llamaba la soberanía social, que por lo menos dificultaba grandemente las arbitrariedades del poder en orden a los derechos sacratísimos de la persona humana. El hombre atropellado, por mucha que fuera su miseria, encontraba el apoyo de una corporación, de un gremio, de unos fueros municipales, de la misma Iglesia, que abría las puertas de sus templos para conceder el derecho de asilo a los mismos perseguidos por la justicia.
La Edad Contemporánea se caracteriza en lo político por las Constituciones con la correspondiente tabla de derechos del hombre, que se han ido fraguando en rebeldía práctica o teórica, cuando no práctica y teórica juntamente, contra las enseñanzas que la Iglesia no ha cesado de predicar dándolas amplio y muy sabio desenvolvimiento. Ya no es el derecho algo que ha de conformarse con los supremos principios inmutables, que institución humana ni hombre alguno pueden vulnerar, porque fueron dictados por el mismo Dios. El derecho es la voluntad del pueblo expresada en una mayoría e interpretada por las instituciones del Estado.
El Parlamento, dicen los ingleses, lo puede todo menos, hacer de un hombre una mujer. Así se ha llegado al omnipotente Estado de los tiempos modernos, bien resida la omnipotencia en la mayoría oscilante de un cuerpo electoral, bien en la oligarquía de una clase o de un partido que, dueños del Poder, se atribuyen la genuina expresión de la voluntad general de la nación, que los sufre tan a regañadientes como hacen patente la rapidez y facilidad con que se suceden los distintos regímenes. Ni la República soviética de Rusia carece de la correspondiente constitución, con la consiguiente tabla de derechos del hombre, cuando es evidente que no hay en la desdichada Rusia más derecho que el de conformarse con la voluntad de Stalin y servirle en todas las monstruosidades que se le ocurra mandar.
La vivencia en las naciones de los derechos de la persona no estriba en la tabla enumerada en las respectivas Constituciones, sino en los medios que el Estado tenga para hacerlos cumplir y en el amparo que el atropellado encuentre contra los desafueros del propio Estado o de sus funcionarios. Si el atropellado no tiene más amparo que el de su Persona frente al poder estatal, difícilmente conseguirá que triunfe su derecho, aunque esté escrito con letras de oro en una o cien Constituciones. Por eso dijo bien el Presidente de las Cortes en su discurso en defensa del Fuero de los españoles: «¿Qué importa el proyecto de una Constitución, si tras de ella se esconde, como una traición, el espíritu enemigo de las libertades públicas?».
Y no es acertado el comentario que se expresa en las palabras de un periódico de la noche calificando al indicado Fuero de «…feliz remate de la obra política de un régimen…» Jurídicamente hablando, no habrá remate hasta que se haya dictado la última de las leyes que han de desenvolver y regular los derechos y deberes que en el Fuero se consignan.